Kensington Hall -Capítulo 5: Pi

 Pablo apenas durmió. 

Su primera noche en Kensington Hall fue extraña, larga, oscura en el sentido menos obvio de la palabra. Le recordó a esa vez que compartió habitación en un albergue de Praga, donde se oían las inspiraciones y las exhalaciones de desconocidos de dudosa higiene y donde nadie se atrevía a moverse dentro de las sucias sábanas que les dieron en recepción. 

No sentía que hubiera nadie respirando el mismo aire que él, denso como el plomo, pero su compañero estaba ahí, y eso le creó una sensación de inseguridad que le mantuvo en vela toda la noche. Miraba su reloj y recordaba a sus amigas y amigos, su casa familiar. Se preguntaba qué estarían haciendo todos en ese preciso instante.

Cómo les echaba de menos. Se sentía intranquilo, como despegado de su cuerpo. Pensaba en el maldito momento en que se le ocurrió dejarlo todo para irse a vivir a un país tan ajeno a todo cuanto conocía. Quería compartir su vida con Lucía, con Lola, con sus amigos de toda la vida, no con ese tal Ben, a todas luces engreído, maleducado y desagradable, con el que tendría que convivir los próximos meses. 


Un poderoso sentimiento de vacío y desafección se apoderó de él, y tuvo la tentación de no salir de su cama nunca más, de sumirse en un largo letargo, de crionizarse como Walt Disney y despertar varios siglos después. Pero no lo hizo. Decidió sumirse en la lectura, su más fiel aliada en ocasiones de estrés y desconcentración. También su compañera cuando necesitaba desprenderse de pensamientos negativos o de distraerse. Necesitaba ponerse a otra cosa, conciliar el sueño lo antes posible. Mañana —ya era mañana—sería otro día.


Al despertarse, y para su sorpresa, encontró un inesperado whatsapp de Sara —¿su ahora madre americana?— a quien pasó su nuevo número el día anterior. Espero que te hayas instalado bien y que todo esté en orden. Saludos, Sara. 

Las palabras de Sara le hicieron sonreír, y se alegró mucho de que hubiera alguien por esas latitudes capaz de dedicarle un pensamiento y de preocuparse por él, aunque solo fuera por cordialidad.

Le contestó al instante: Sí, todo bien. Aún acomodándome. Muchas gracias, Pablo.

El breve pero reparador sueño y el mensaje de su nueva —¿amiga?— le hicieron sentir mejor inmediatamente. Decidió continuar en la cama, hacerse, poco a poco, con su nueva habitación, y decidió continuar con su lectura, el primer libro de Los Juegos del Hambre —esta vez en inglés—, que tenía guardado en su Kindle. 



Estar en conexión con Lucía, su amiga del alma, la misma que le descubriera esta y otras sagas literarias en el pasado, consiguió aumentar su serenidad. Sin darse cuenta había avanzado unas cien páginas del tirón en un espacio de tiempo en el que las sábanas de Ben parecían más la muda inerte de una serpiente en el desierto que una tela que cubriera el cuerpo de un ser humano. Llegó a dudar si su compañero estaba vivo o muerto o de si, acaso, estaba todavía allí. Se inquietó de nuevo, pero el cansancio pudo más que sus ganas de leer y acabó vencido por el sueño de nuevo. Fue dejando, poco a poco, el libro en su regazo, sin molestarse en poner el marcapáginas. Se dejó llevar por la suave inercia del momento, y en un  abrir  y cerrar de ojos su pecho subía y bajaba rítmicamente dejando un aullido apagado y hueco, un aullido de paz.


Al despertar —no supo cuándo— sintió que le observaban. Se sobresaltó al comprobar que dos ojos azules le clavaban vilmente la mirada.

Good morning, mate. You must be Pablo.

—Sí, soy Pablo —contestó en un intento frustrado de no sonar borde.

Te lo dije ayer, se dijo a sí mismo, pero no quiso responderle con el tono hostil que, en cambio, recibiera él la noche anterior. 

—Perdona por ayer. Estaba un poco, bueno, bastante bebido. En nada empiezan los entrenamientos y salimos ayer todos los del equipo. Teníamos que aprovechar, no podremos hacerlo hasta las siguientes vacaciones, ya sabes.

Esta vez parecía otra persona. De su discurso se desprendía cordialidad e incluso buenos modales. Hubo un tono conciliador, de disculpa, que convenció a Pablo de que todos podemos ser unos cerdos en algún momento de nuestras vidas, incluso él mismo, admitió.

—No te preocupes. Eso nos pasa a todos.

Pablo se sintió aliviado y Ben parecía ahora el compañero ideal. Se alegró de que el Hyde que conoció la noche anterior se hubiera transformado en el Doctor Jeckill, una persona que cuyos rasgos faciales, andróginos y relajados distaban mucho de los de la persona de gesto endurecido de la noche anterior. Nunca habría imaginado tal transformación.

A pesar de la cordialidad de Ben, Pablo —aún en la cama— se sintió algo amenazado, como en desventaja. Se preguntó cuánto tiempo llevaría observándolo. Hzo un esfuerzo por salir de la cama, y deseó dar un salto en el tiempo, verse en uno o dos meses con —ojalá— sus nuevas rutinas adquiridas. Sintió pena de sí mismo. Allí, en el extranjero, en pijama, delante de un total desconocido, no podía sentir más que autocompasión, pero debía esforzarse y seguir con lo planeado. Tenía que personarse cuanto antes a su entrenador. Debía empezar a rodar, poner en marcha un motor que creía no podría funcionar a pesar, incluso, de no haber sido accionado todavía. Solo debía poner en orden sus ideas, resetear, observar la situación y, con toda la calma del mundo, apretar el botón de inicio.

Y lo apretó. Vaya si lo apretó.

—¿Has desayunado ya? Te invito a tomar algo.

A don de gentes no le ganaba nadie. Se sentía cómodo tomando la iniciativa, y esa ocasión merecía un quiebro total, uno capaz de dar la vuelta a la situación. 


La propuesta sorprendió a su compañero. No acostumbraban los estadounidenses a intimar con desconocidos tan pronto.


—Sí, bueno, no. Es decir, no hace falta, tenemos servicio de cocina aquí. Pero vamos juntos si quieres.


No parecía muy convencido.


—Vale. Si me das un segundo..., me ducho en cinco minutos. 

—Está bien. 


El ambiente se volvió blanquecino, helado y hueco durante unos segundos. Ben agradeció que su compañero decidiera desaparecer en el cuarto de baño.


El camino al comedor de Kensington Hall fue algo incómodo. Ben se atusaba el pelo cada dos o tres pasos, o cuando intuía que Pablo le quería decir algo. El pasillo parecía no tener fin, y miraba con nerviosismo todas las puertas de los dormitorios de otros residentes según pasaban por ellas, como si estuvieran abiertas y a pesar de que nadie le invitara a entrar. 


La intranquilidad de Ben, de algún modo, hizo disfrutar a Pablo: el karma se había vuelto en su contra, era de justicia.


Las vitrinas estaban repletas de comida. Había pan, avena cruda, muesli crujiente, algo —no mucho— de fruta, ensaladas, beicon, salchichas... Le recordó al English Breakfast que comió días tras día en su residencia de Camden Town, a donde fue para estudiar un curso de inmersión lingüística cuando era adolescente. El recuerdo le hizo sentir bien.


Ambos se sirvieron generosamente, y buscaron una mesa junto a un gran ventanal desde donde se veían los campos de fútbol. 


—Así que eres de España.


Ben tomó la iniciativa esta vez.


—He oído  que coméis tacos todos los días.


Pablo contuvo la risa. No me lo puedo creer, pensó. El típico tópico. Ahora me saldrá con si se ve la luna desde mi país. Pero se contuvo.


—Siento decirte que no, esa comida es mexicana, aunque no sé si en México comerán tacos todos los días. 


A pesar de la torpeza de Ben, Pablo agradeció que quisiera romper el hielo. Era agotador ser siempre el que inicia todas las conversacicones. En eso también tenía costumbre.


Hablaron sobre él: soy del  norte, pero vivo en Madrid, la capital, decía Pablo. Mis mejores amigos, bueno, mis mejores amigas, se llaman Lola, Lucía y Ally, que vive en Inglaterra. Tengo una hermana. Estudio Economía en la universidad. Sobre Ben: yo soy de Boston, no muy lejos de aquí. Tengo dos hermanas. No soy muy bueno estudiando, la verdad, pero gracias a la beca podré graduarme en Derecho. No es lo que más que gusta, pero mi padre es abogado así que..., es lo mejor. 


Típico niño de papá, pensó Pablo.


Ben parecía algo dubitativo, vacilante. Abrió la boca mientras hacía garabatos con su tenedor en la grasa derretida del fondo del plato. Finalmente decidió hablar.


—Hay una fiesta esta noche en Pi.


Pablo  torció el gesto, no estaba seguro de haber entendido bien.


—¿Has dicho Pi?


—Sí. Pi es la  hermandad a la que pertenezco. Como el curso está empezando ahora, los entrenamientos aún no están programados y demás... Pues hay  que aprovechar, ¿you know?


Pablo se sorprendió doblemente. Por un lado no esperaba la invitación de su  compañero —quizás quería enmendar su mala leche del día anterior— , y por el otro le sorprendió que un supuesto deportista de élite tuviera tanto afán  de fiesta. Sin lugar a dudas Ben y él tenían conceptos antagónicos sobre el cuidado del cuerpo y sobre la responsabilidad. Pablo no acostumbraba a beber en general y no le parecía responsable salir tanto y poner su  cuerpo al límite cuando la temporada empezaría enseguida. Aún así, aceptó, le vendría bien empezar a relacionarse, ampliar su círculo, y quizás yendo a esa fiesta —total, no tendría por qué beber— podría hacerlo.


—Vale, gracias. Estará bien conocer a gente.


La sede de Pi era un edificio de las mismas características de Kensington Hall. Ambos edificios, de majestuosa planta a pesar de estar construídos en simple  ladrillo,  pertenecián al mismo complejo industrial para los que fueron concebidos ciento cincuenta años atrás. A la hora de llegada, sobre las seis de la tarde, un montón de chicas y chicos de la misma edad que ellos se agolpaban al mismo tiempo mientras se saludaban efusivamente. Pablo se sintió intimidado, desédar media vuelta e irse. Le pareció —típico tópico— formar parte del reparto de una película americana. No sabía si quería ser  el protagonista bobalicón que a pesar de todo acaba saliendo con la animadora más popular o el sofisticado estudiante extranjero de  intercambio con el  que el capitán del equipo de rugby se quería pelear siempre. Lo tenía claro, solo quería irse, pero allí estaba, aguantando el tirón, mientras Ben saludaba a todo el mundo y le presentaba, de la manera más artificial y efusiva, a todo el mundo.


Por fin entraron, y Pablo sintió un rechazo absoluto por lo que vió: una pantalla enorme en la pared principal donde se proyectaban imágenes alternas de Adolf Hitler, Charles Chaplin, marchas militares o de jóvenes completamente idos por las drogas. Sintió repulsa. Nada tenía que ver con los festivales o las fiestas que él  hubiera vivido en Europa, y había estado en muchos. Había tres grandes sofás en el amplio —¿salón?— que albergaba la fiesta. En ellos había gente que, a pesar de lo temprano que era, se enrollaban como si no hubiera público alrededor. La música alternaba rock y pop americano a todo volumen, no se podía hablar.


Una vez Ben cumplió con su misión se desentendió de Pablo. Ya está el trabajo hecho, parecía pensar. Y Pablo se vio en medio de una muchedumbre borracha, de chicas y chicos que le miraban lascivamente y con una copa en la mano que no quiz so probar.


Pasada media hora se fue sin ser echado de menos por nadie. Caminó cabizbajo, ausente. Un halo de enfado se posó sobre él. Deseaba llegar cuanto antes a su habitación, así que aceleró el paso y tiró con rabia el vaso de plástico con el que había salido de la hermandad. Chocó con una chica al doblar la esquina a Kensington Hall, le pidió perdón. Ambos siguieron caminando. Y ambos miraron atrás sin ser vistos por el otro —algo bueno por fin—. Pero lo mejor de la noche fue la sanadora videollamada posterior con sus padres. Con ellos, con su escucha paciente, con sus sabios consejos, consiguió olvidar las turbias imágenes de la fiesta de Pi y, como los decimales del número, infinitos e inabarcables, deseó parar el tiempo y regocijarse con lo conocido. Habló con ellos sobre la extraña experiencia vivida, y deseó estirar el tiempo como un chicle, aún a riesgo de agotarlo y vencerlo.

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