Curso de cocina Thai

Todavía en la sala de entrenamiento, distraída con el hilo de sudor que recorre la parte interna de su bíceps, Ángela se resiste a terminar ese viaje a ninguna parte que la ha mantenido absorta, ensimismada, como en otra dimensión, durante los últimos cuarenta y cinco minutos. Exhala rítmicamente, mira hacia abajo con los ojos entornados por el sudor salado y abre las compuertas de otros afluentes de sudor que circulan por todo su cuerpo. Finalmente para. Deja de pedalear sin abandonar la bici que la ha sostenido durante un agónico entrenamiento que, en ruta real, la habría transportado hasta Alcalá. No entiende por qué no mueve un músculo. No comprende por qué es incapaz de salir de esa sala pestilente, suma de alientos ajenos y profundos, que no la deja marchar. Pero marcha, con mucho esfuerzo, marcha. No sabe en qué momento ha llegado casi a casa, y se pregunta cómo ha llegado hasta allí, a esa vieja farola que se planta ante ella y la mira desde el infinito con desafío mientras muestra flecos y retales de papel con informaciones varias sobre clases particulares, servicios de limpieza y cursos de cocina.

Se posta ante el gigante estilizado y luminoso y solo alcanza a leer Thai, en negrita, mayúsculas y a un tamaño que se dejaba ver desde medio metro.  La intriga la lleva a dar un paso a la izquierda. Ahora lee: Curso de cocina. Da otro paso a la derecha para completar la información: con chef Malee Saetang. El instinto la posee y de un modo nunca antes conocido para ella lanza un garrazo al poste de la farola y arranca el anuncio del curso de cocina como si fuera una osa defendiendo a su cría o como si quisiera evitar que otros se unan a esa formación culinaria. Lo hace rápidamente, mirando a los lados para cerciorarse de que no ha sido vista. 

Las últimas calles las camina con paso parsimonioso y con la desgana propia de una criatura que tiene ante sí un plato repleto de alimentos verdes, verdes de desesperanza por comer una comida que sus padres insisten en hacerle cada semana. 

Lo peor llega frente a su portal, y el acto de abrir su vivienda no está más lleno de vida que el anterior, dedicando unos buenos segundos a buscar las llaves de esa casa una vez compartida con el alma  —ahora solo con la billetera— con esa persona a la que antes tanto quiso y que ahora solo tolera. Al fin abre. Y se deja arrastrar hasta el estudio donde ese otro ser trabaja. 

—Hola.

—Hola.

—¿Has llegado un poco más tarde?

—Me he entretenido un poco. ¿En qué trabajas? —preguntó por preguntar. 

—En el proyecto de Rio Parque —le dice extrañado, como si no recordara que le había dicho cien veces que estaba trabajando en ese proyecto, en el más ambicioso de su carrera. 

—Ah, se ve genial —dice mirando los planos—. Voy a ducharme.

—Vale. Voy preparando los vinos. 

Queso y vino. El ritual de los viernes por la noche.

El vino consigue lo que las palabras no consiguen, y caldea una estancia congelada por conversaciones frías y miradas insulsas, aunque no por mucho tiempo. El azul da paso al rojo. Poco a poco sube el calor, y el calor hace subir unas cosas y bajar otras mientras otras se abren como flores deseando ser germinadas. El ambiente se torna espeso, bruto, animal. Un remolino se adentra en ese salón que hacía un instante era un iglú, y dos cuerpos parecen perecer en la alfombra, sin aliento, durante una horas.

Por la mañana vuelve el frío, y con él un silencio demoledor que borra cualquier vestigio de movimiento sísmico anterior. Todo vuelve al orden habitual, a todo a lo que están acostumbrados.

***

—Hola. Bienvenida a curso cocina. Soy Malee —dijo con una especie de reverencia y en tono fluído aunque impreciso.

—Hola —contestó Angela avergonzada por llegar tarde.

—Hay sesiones individuales y otras en pareja. Este es tu sitio.

Malee le enseña el único puesto de cocina que queda libre al lado de un tal Hans, a juzgar por la etiqueta que tenía pegada en su camiseta blanca, con letra grande pero poco legible.

—Aha.

Suelta un escueto aha que esconde mensajes ocultos, aha porque vengo corriendo y sin aliento, y aha porque me he quedado sin habla al ver estas facciones viriles y perfectas del que —ojalá— se mi compañero de fogones por parejas.

La semana transcurre, y el curso avanza. Ángela se siente cada vez menos intrusa y deja ver, aunque a cuentagotas, la exquisita cocinera que lleva dentro. Disfruta aprendiendo, cocinando, y observando a ese bávaro de facciones perfectas y angulosas que también la vigila desde su izquierda. Angela se pregunta qué esconden esos hoyuelos y a qué sabe esa boca que le sonríe sin que ella se de cuenta.

—Ahora cocina parejas —dice Malee de repente.

Ángela se paraliza. Sus ideas se alborotan. Tropieza y casi cae. Hans le sonríe con una tensión contenida que ella siente desde la distancia. 

—Nos toca el curry verde, creo —dice Hans sin atreverse a mirarle a los ojos.

—Aha.

Otro  aha mentiroso y embustero que esconde un ya lo sé pero no me atrevo a decir nada más.

La tensión progresa al mismo tiempo que lo hacen sus nervios. Tener a Hans cerca convierte la convierte en la aprendiz que hace años dejó de ser. Está a merced de sus propios nervios, que la dominan y controlan y se corta un dedo. Hans la auxilia, y le envuelve el dedo en un trozo de servilleta al tiempo que su centro de gravedad se inclina hacia su compañera, como un imán defectuoso que no sabe a qué polo se tiene que arrimar. Ángela le mira sin querer mirar, y siente que su pecho se le retuerce —si acaso eso es posible— por un frío que es muy cálido en realidad.

***

—¿Qué tal ha ido? —pregunta Ángel.

—Bien —contesta Ángela minimizando el huracán que siente por dentro—. Me voy a duchar.

—Vale, preparo los vinos.

Ángela siente que defrauda a esa persona a la que lleva unida toda una vida, o casi, desde que hace ocho años un salto en paracaídas les uniera para no separarse jamás. 

—¿Cómo te llamas?

—Ángela.

—¿En serio? Yo Ángel.

—¿De verdad? No me lo creo.

Y así empieza todo, con dos ángeles caídos del cielo.

Ángela se ducha, Ángel come queso, y juntos beben vino. Y el vino caldea un ambiente de nuevo frío, y hace subir unas cosas, que suben alto, mientras otras bajan, y algunas se abren mientras otras se cierran. Ángela se entrega a su ángel mientras piensa en Hans, y cocina un plato en su cabeza con ingredientes tan gustosos como imposibles provenientes de todas las latitudes: ajo, jengibre y chucrut. Y sin haber comido ninguno de ellos sintió un gran revoltijo por dentro, de esos que te hacen parar en seco cualquier actividad para aclarar tus ideas y que te persiguen como el fantasma de tu propio pasado, que te sigue, que no te abandona y que se convierte en tu sombra allá donde vayas. 

Ángela se va, no lo deja todo, pero se aparta de Ángel de un brinco y se mete en el baño. Piensa en el paracaídas, en lo especial de su primer encuentro, en la coincidencia de sus nombres. Sentada en el váter, con las manos sosteniéndole la cabeza, se le vienen imágenes de ángeles alados que se mezclaban con otras de cocos de los que no para de emanar leche y con otras de ojos de color verde intenso que se abren y cierran en bucle. Y piensa en la leche y el vino, y en sus viajes trimestrales: Budapest, Roma, Copenhague…, y también en sus grupos de amigos, y en los encantos de ese ángel que ella sin darse cuenta convirtió en demonio. Una sonrisa se le dibuja en la cara. Sale del baño, se acurruca con Ángel y duerme plácidamente. Un buen día le entrega un sobre cerrado a su pareja de los últimos ocho años. 

—Ábrelo.

Se promete que aprenderá a verle de otro modo a partir de ahora, se lo promete si dice que sí a su propuesta.

—¿Lo hacemos?

—Sí, lo hacemos.

Saltan de nuevo al vacío de nuevo, juntos, de la mano, como siempre. Y esta vez siente menos vértigo que el a primera, pero lo siente mucho mejor.



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