La bola de nieve
A Elsa no le gustaba la Navidad, ya no. Le agobiaban las multitudes, las
comilonas, las reuniones familiares, las noches sin fin, la trivialidad de las
conversaciones. Detestaba las cadenas de besos interminables, obligatorias, aparentemente, tan
pronto se adentraba en un lugar. Las sonrisas perennes, los cumplidos, o la
hipocresía del “todo está bien” se le hacían inasumibles, pero sobre
todas las cosas odiaba la música, que le perseguía donde quiera que fuera y que
parecía grabarse en su memoria a golpe de cincel. La Navidad era, para ella,
una época de tristeza. Sabía por qué le ocurría pero no acertaba a comprender
por qué perduraba tanto en el tiempo ese sentimiento de ahogo emocional que le
invadía tan pronto veía el primer turrón o el primer copo de nieve en un
escaparate, por buenos y bonitos que fueran. “Ya ha pasado mucho tiempo, ¿qué
me pasa?”, se preguntaba a sí misma al tiempo que aparecía la primera lágrima
en sus ojos. Uma, por su parte, se
hallaba en las antípodas. Amaba lo que la Navidad representaba: la vida
familiar, los encuentros casuales, el que todo el mundo pareciera contento y
feliz, los adornos navideños, la música que invadía cada lugar… No parecían
hermanas, “Sol y Luna os deberíais llamar”, decía su abuela continuamente. El
foco en esas fechas era siempre Elsa, a
pesar de que las dos eran niñas y de que las dos necesitaban afecto, viniera de
donde viniera, para superar su pérdida. Pero todos sus seres queridos se
esforzaban enormemente para que la primogénita de las dos, aunque sólo por dos
minutos, se sintiera arropada en un momento del año difícil para todos.
Se acercaban las vacaciones, las fiestas y los reencuentros, y las dos
hermanas lo vivían, respectivamente, con expectación y fingida indiferencia. Aunque
Uma intentaba contagiar a su hermana con la alegría y el optimismo propios de
esa época del año, Elsa maquillaba su angustia con capas ingentes de apatía. “¿Quieres
que veamos una película navideña?”, preguntaba la menor de las hermanas, a lo
que la mayor solía responder “¿para qué quieres ver cómo viven la Navidad los
otros?”. Tal desgana conseguía atenuar, aunque fuera momentáneamente, la
ilusión de Uma quien, esforzándose por no caer en las redes de la indolencia,
se sobreponía como podía para volver a intentar animar a su hermana. Visto
desde fuera, resultaba conmovedor ver cómo una niña de tan corta edad no cejaba
en su empeño para intentar que su hermana no se doblegara ante el dolor, pero
había momentos en que desistía y que incluso ella misma se preguntara si
realmente la Navidad era motivo para estar feliz y contenta.
La víspera de Nochebuena, como ocurría desde hacía dos años, su padre las
llevaba a comer fuera, a pasear por las calles de la ciudad, a las atracciones
de feria que más le gustaban, a merendar y a cualquier plan que les hiciera
olvidar lo que aconteció a la familia cuando, tres años atrás, tuvieron que
despedir a su madre a los pies de la cama, en casa, conectada a una máquina para
paliar el dolor. Fue muy duro decirle adiós, aunque gracias al soporte familiar
las niñas habían logrado sobreponerse pronto al drama, incluida Elsa, que
parecía negar que alguna vez disfrutó de figura maternal alguna. Esa noche Elsa
se fue pronto a dormir. “Buenas noches, papá”. “Buenas noches, Uma” y, tras
sendos besos, se lavó los dientes y se metió en la cama.
No sabía por qué, pero se encontraba muy cansada. No era sueño lo que
sentía, sino un estado de sedación que la empujaba como un plomo al fondo del
colchón y le hacía sentir como en un limbo. Se sentía en paz, como deseando
adentrarse en esa maraña blanquecina que era su sueño. Cuando todo esclareció
pudo divisar un tiovivo de colores fogosos, con música alegre y orquestal, con
caballitos con sonrisas tan marcadas que hacían que todos sonrieran y que
subían y bajaban al son de la melodía. Elsa no dudó en subirse, y miraba a un
lado, y a otro, y veía como cada vez había más niños, algunos acompañados por
sus padres o madres, y todos reían, y se miraban, y se contagiaban de
felicidad. Hacía tiempo que Elsa no se sentía tan feliz, tanto que decidió
cerrar los ojos y disfrutar. Al volverlos a abrir pudo observar el icónico Big
Ben londinense. Ahí se dio cuenta de que todo el mundo hablaba inglés, todos
menos una señora que, desde el caballo de atrás, le dijo: "¡vamos, Elsa, vamos,
más rápido!”. Cuando se dio la vuelta para ver quién era esa persona cuya voz
ella conocía, vio a su madre, y n vez de quedarse petrificada por lo inusual de
la situación, no dudó en bajarse de su caballo y montarse con su madre, que la
abrazaba mientras cabalgaban juntas por el Londres más pintoresco. Y así,
montadas en su caballo blanco de crines doradas, se fueron despegando del
tiovivo y se disiparon entre la niebla, que volvió a aparecer de repente.
Al despertar, Elsa tenía dibujada una sonrisa en la cara. Prefirió no contar
a nadie su sueño, se lo guardaría para ella, pero decidió que ese era el
recuerdo que quería tener de su madre, el de ellas dos juntas, cabalgando hasta
el infinito.
Durante la cena, Elsa se mostró inusualmente feliz. Sus familiares se
miraban intrigados y agradecidos por el buen humor que por fin podían ver en
ella y que se alargó hasta el momento del intercambio de regalos. Como era
costumbre, cada uno de ellos recibía un regalo de un miembro secreto de la
familia. Al abrir el suyo, Elsa no pudo contener las lágrimas, esta vez de alegría,
al destapar el envoltorio: una bola de nieve, con el Big Ben en ella, que
guardaría como el regalo más especial que jamás hubiera recibido. Con ella en
las manos miró hacia arriba y se sintió tan agradecida, que pudo sentir la
presencia de su madre, que ya no la volvería a dejar.
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