Un día cualquiera

«A mis cinco años, no juego con muñecas, ni con amigos. No hago deporte, ni veo la tele. No hago extraescolares, ni tengo pasatiempos. Me da igual todo. Me gusta estar con mis padres, sí, es lo que prefiero. Paso todo mi tiempo con ellos. Cada día salgo corriendo a los brazos de mi madre, que me espera en la puerta del colegio. Casi siempre lleva gafas de sol, y aunque siempre está, no sé, como cansada, esos minutos a solas me dan paz. Luego vamos a casa, y mi padre está ahí, esperándonos. Más bien esperándola. No la deja nunca. Bueno, sí, sólo cuando se va con sus amigos. Luego vuelve a casa raro, como si no supiera andar, y se mete a la habitación con mi madre, que entra algo triste detrás de él. Ahí dentro parece que se pelean. Luego sale mi madre llorando, aunque intenta sonreir. Yo siempre me quedo en la puerta con mi perro Blondo, que se queda esperando también. Una vez fui a casa de mi amiga a jugar, pero no me lo pasé bien; sólo pensaba en mi madre y en que quizás se preocupaba mucho por mí. Porque le gusta estar conmigo, y a mí hacerle compañía. A veces no puedo dormir porque mis padres juegan a las batallas y no me dejan levantarme, pero he decidido que la próxima vez que jueguen llamaré a mi abuela, que me ha dicho que a la próxima la llame en secreto, así podré jugar a un juego que nadie conoce donde mi madre es la protagonista, y el premio que puede ganar es no cansarse nunca más y no tener que llevar esas gafas de sol tan feas, y a mí me encanta verle los ojos, aunque no sé bien de qué color son».

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