El regalo
-Si la tocas, te mato.
Las palabras de Jocelyn no podían contener más espanto. Las dirigió mortalmente contra su padre, como puñales envenenados que apuntaban a las partes más importantes de su cuerpo.
Jocelyn arrastró a su hermana Nancy por el suelo tras apartarla de un voleo de las garras de su progenitor, que la manoseaba con una cerveza en la mano. Al hacerlo, el padre cayó al suelo inconsciente, en parte por la violencia de la acción de su hija, y en parte por la borrachera extrema que padecía.
-Vamos, Nancy, vámonos de aquí -exhaló la mayor casi con ahogo.
Pasados unos años y agradecida por los cuidados maternales de su hermana, Nancy, convertida en una profesional de la psicología, quiso sorprender al que para ella había sido el pilar fundamental de su vida. La recogió a la salida del trabajo y, engañada, la llevó al aeropuerto.
-¿A dónde me llevas? No estarás planeando una locura, ¿verdad? -preguntó a su hermana.
-Qué va, mujer -contestó improvisadamente Nancy mientras miraba hacia un lado para evitar ser cazada en su engaño.
Nancy sabía que su hermana se moriría cuando supiera a dónde la llevaba, o al menos eso esperaba. En realidad se trataba de cumplir un deseo que, a su vez, su hermana nunca pudo ver cumplido: disfrutar las dos juntas de un bonito mercado de navidad, como el de aquella foto que, años atrás, las dos arrancaron de las entrañas de una revista que encontraron en la mesa de la sala de espera de la terapeuta que las trató, cuidó y mimó años atrás.
Nancy tuvo que contener las lágrimas de la emoción anticipada que sentía. Su amor por su hermana no podía ser más fuerte. Esperaba con ilusión ver su cara al llegar al mercado. Quería degustar los mejores sabores navideños con ella. Deseaba verla disfrutar después de todo lo que sacrificó para sacarla adelante, renunciando al amor, a la educación y a una vida propia.
Al llegar al aeropuerto casi ni se preocupó de esconder a dónde iban dado que su hermana apenas sabía leer, y el hecho de montar en avión ya era toda una experiencia para ella ya que, hasta ese momento, siempre se había negado a aceptar de su hermana invitación alguna. Esta vez, derrotada por el cansancio, decidió dejarse querer, sobre todo viniendo de la única persona en el mundo con la que se relajaba y era capaz de disfrutar un poco.
Al llegar a la ciudad de Frankfurt ya no era posible ocultar el objetivo del viaje, pero ninguna mencionó nada a la otra. Dejaron el equipaje en el precioso hotel que Nancy había reservado, se ducharon, se arreglaron y comenzaron a callejear la ciudad: todos los movimientos ensayados. La hermana pequeña había mirado cien veces el recorrido al mercado desde el hotel, y tan sólo quería disfrutar del momento junto a su hermana. Sabía que el Frankfurter Weinachtsmarkt era uno de los más bonitos de Alemania, que abría de diez de la mañana a nueve de la noche de lunes a viernes, y que se encontraba entre Paulsplatz, Römerberg, Mainkai, Hauptwache y Friedrich-Stolze-Platz.
Conforme se aproximaban a las inmediaciones del mercado, los corazones de las hermanas empezaron a latir con más fuerza que el de dos enamorados enfrentándose a su primera cita. Las lágrimas de ambas comenzaron a correr por sus mejillas mientras sus piernas avanzaban solas en la misma dirección. Sus manos se apretaban con fuerza derritiendo el hielo que se había adentrado en lo más profundo de sus huesos y, por fin, avistaron el enorme árbol de Navidad que se erigía, majestuoso, en el centro de la plaza. Las dos pararon en seco y se fundieron en el abrazo más intenso y lleno de amor que supieron darse.
Ahogadas por la alegría, y por el dolor, no se dijeron nada, pero las dos recordaron con amargura aquel veinticinco de diciembre en que su padre despojara a Nancy de su inocencia y, con ella, de su infancia, de su alegría y de su vida entera.
-Gracias, hermana -dejó escapar la menor con un hilo de voz que apenas alcanzó a escuchar la otra.
-Lo sé, cariño, lo sé - contestó la mayor mientras le ponía un díscolo mechón de pelo detrás de la oreja.
Tras este momento de fusión fraternal la sensación de desahogo fue tal que las dos comenzaron a sonreír y luego a reír de manera incontrolada. Las dos supieron que ya no habría más carbón en sus vidas. A partir de ese momento todo sería luz y color, árboles de navidad, cascabeles y muñecos de nieve. Ya no sonaría más la Cara B en la sintonía de sus vidas. Desde ese momento, juntas espantarían todos los demonios y se desharían, a golpe de espada, de todos los dragones que intentaron hacerles daño. Porque ahora estaban protegidas. Ahora, tenían armadura. Ahora, más que nunca, se tenían la una a la otra.
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