Kensington Hall: Capítulo 6: Un nuevo comienzo

 Al día siguiente despertó con el sabor agridulce del descontento. No podía apartar de su mente las imágenes de la noche anterior. La música retumbaba entre sus sienes, y las imágenes de dictadores enanos y perversos enfangaban tanto su interior que incluso tuvo en su boca, por unos instantes, el sabor ferroso del lodo amargo: todo esfuerzo por reconducir su pensamiento resultó baldío. Apretaba los ojos, fruncía el ceño y aún así, Adolfo y Paco se empeñaban en acompañarle. How bizarre.



Abandonó la habitación para volver al instante, pues había olvidado unos documentos que debía entregar a su entrenador una vez se personara ante él. Al adentrarse de nuevo en ella, pudo percatarse del hedor a alcohol —profundo y espeso— que emanaba del interior de Ben y que lo impregnaba todo. Parecía encontrarse en la bodega pestilente y turbia de un barco tripulado por piratas sudorosos, sucios y toscos, más que en la habitación de dos jóvenes futbolistas de élite. Una vez se hizo con los escritos, abandonó la estancia de un portazo que consiguió frenar en el último momento, como si intentara ahogar la intensidad de un grito interior que le quemaba por dentro. 


Ya en el pasillo, como agitado por su propio raciocinio, pudo vislumbrar de nuevo esperanza. Por fin empezaría a entrenar, a jugar, a llevar la vida rutinaria y ordenada que le aportaría —lo sabía por experiencia—  la seguridad y tranquilidad que necesitaba para su vida en ese momento.


Su anticipación habitual a los hechos, y un sentido desmesurado del deber y de la puntualidad hicieron que saliera de Kensington Hall demasiado pronto. Pensó que estaría bien hacerle una visita a Eric.


Llegó a Café Olé a las diez de la mañana. Tenía un buen margen de tiempo por delante para ponerse al día con Eric y ahogar sus penas con un buen café. 


¡Ey, man! ¡Nice to see you! —se alegró enormemente de su visita.


—Hola, tío.


Se estrecharon la mano para darse un abrazo después.


—¿A qué se debe tu visita? ¿Te pongo algo?


—Un café con leche.


—¿Nada más?


—Sí, nada más.


Eric se percató de que algo no iba bien. No conocía a Pablo desde hacía mucho, pero conectaron de inmediato. Por lo poco que sabía de su nuevo amigo y por lo mucho que había aprendido detrás de la barra, sabía que quedarse obnubilado mirando las vueltas que da la cucharilla al perímetro de la taza no era buena señal.


—¿Va todo bien? —preguntó retóricamente. No tenía duda de que la respuesta era no.


—No sé, tío. No me encuentro del todo bien. No sé si venir fue la mejor decisión. Me gustaba mi vida en Madrid. 


Típico, pensó Eric.


—Es normal, ¿sabes? Lo que sientes es desarraigo. Te llevará tiempo, no mucho, para sentirte plenamente adaptado. Te lo digo por experiencia.


—Sí,  eso ya lo sé. Pero es que..., no sé. Ayer estuve en una fiesta en una hermandad, la de mi compañero de habitación, y me puso los pelos de punta. No me gustó nada el ambiente, lo vi muy oscuro, muy turbio. Me sentí completamente fuera de lugar.


—Ay, las hermandades... —Eric le escuchaba con atención mientras secaba platos y ponía las cosas en su lugar. Por unos instantes, puso sus ojos en blanco.


—¿Has estado en alguna?


—Ay, sí —se atusó el pelo y se quedó pensativo—. Sí que las conozco. No sé qué viste, pero son así de raras. No son bares, no son clubes, lo que pasa allí es..., muy diferente. 


Eric puso mucho énfasis en pronunciar el adverbio muy. Parecía, a los ojos de Pablo, no decir toda la información de que disponía. Pero era el turno de Pablo.


—La gente estaba como alienada. No sé. Yo he ido a muchas fiestas. No bebo, pero siempre estoy con gente que sí lo hace, y nunca he visto lo que vi ayer. 


—Sería algo más que alcohol.


—Sí, lo sé, pero no me refiero a eso. Había un proyector con imágenes de Hitler, de...


—Buah. Bienvenido a Estados Unidos. Te muestran a todos sus enemigos a la menor oportunidad —dijo enfatizando la palabra enemigos con unas comillas dibujadas en el aire.


Quedaron brevemente en silencio. No por no saber qué decir, sino porque se quedó cada uno ensimismado en sus propios pensamientos, como si la conversación hubiera evocado en ellos un recuerdo triste, o perverso, que pudo sacarlos de la realidad por un instante.


—Ejem... —carraspeó Eric para volver en sí. —Que les den. ¿Cuándo empezabas a entrenar?


Eric era bueno cambiando el tercio de la conversación.


—Pues hoy mismo. A ver con qué sorpresa me encuentro. De momento nada es como esperaba, la verdad. Bueno, nada, menos la estatua de Rocky, claro.


Las palabras de Pablo consiguieron dibujar una sonrisa en ambos.


—Sí, ahí está el Roquito.


—¿Roquito?


—Sí, Roquito, de Rocky. Así lo llamo yo.


—Ah, claro.


La conversación fluía entre ellos. Pablo sentía que Eric habría sido amigo suyo en cualquier lugar donde lo hubiera conocido. Le gustaba su capacidad de escucha, su sinceridad. Tenía los pies bien amarrados al suelo. Valoraba mucho su experiencia y sabios consejos. Le gustaba su tono culto al hablar y cómo lo mezclaba con la jerga propia de cualquier joven. Con él podía hablar de libros, de películas y de deportes. Cada segundo que compartían, se hacían más amigos, porque Pablo estaba seguro de que Eric también se sentía del mismo modo que él.


Al despedirse, acordaron salir una noche a tomar algo.


—Cuéntame cómo te ha ido. ¡Tienes mi número!


—Sí, sí, claro. Descuida, ya te digo.


Eric lo miró salir por la puerta del bar y no pudo evitar sentir compasión. Sabía que, una vez más, nada sería como Pablo esperaba, ni siquiera al tratarse de algo tan universal como el fútbol.


Llegó a la pista, tal y como acordaron, a las doce de la mañana. Estaba algo nervioso, pero lo normal para esas situaciones, según decían los ecos de su cuerpo. Al llegar vio dos figuras a lo lejos ataviadas con uniformes deportivos. Pensó para sí que se trataría de su entrenador y de su ayudante. Cincuenta y tantos y cuarenta y tantos, pensó. No se equivocó, cuando solo quedaban unos pasos para alcanzarles se dieron la vuelta para recibirle.


Ey, you must be Pablo... —dijo Sam extendiéndole la mano. No pudo evitar mirarle de arriba abajo.


—Yes, sir. Pablo.


Just in time —dijo la segunda voz. —This is Mike.


Samuel Johnson y Jake McGregor eran los típicos americanos. Uno descendiente de irlandeses y otro de escoceses, como repetirían con orgullo uno y otra vez. Samuel, el mayor, enjuto, pecoso y algo pelirrojo, irradiaba la belleza que una vez tuvo, y cierta seriedad altavoz de una juventud ya decadente. Era hombre de pocas palabras. Por su parte, Mike, su alter ego, era lo contrario: jovial y chistoso, cualidades que Pablo iría apreciando poco a poco. Mike era fornido, atractivo, de pelo moreno y ojos claros. A ojos de todos, representación del éxito, aunque fuera de una manera más aparente, la que dejan entrever las superficies y no las profundidades de las almas.


—Ven por aquí —le dijeron con la mirada y el gesto elocuente de un brazo que te llama. 


Comenzaron un recorrido por las instalaciones mientras comprobaban cuál era su nivel de inglés. Se quedaron asombrados por la corrección e incluso cultismos y jargon, jerga juvenil.


Acordaron con la complicidad del silencio que, en efecto, habían hecho un buen fichaje. Cómo celebraban sus decisiones acertadas estos dos: estaban deseando verle entrenar y jugar, pero eso tendría que esperar a esa misma tarde, cuando le presentarían al resto del equipo y al compañero francés que en esos mismos momentos debía estar sobrevolando el Océano Atlántico.


Una vez le dieron su mochila de entrenamiento repleta de todo lo necesario para entrenar, se despidieron. 


—El entrenamiento empezará a las seis. Hoy solo haremos acondicionamiento físico, nada de estrategia. Haremos cohesión de grupo y las presentaciones pertinentes. See you later, boy. —Sam se permitió dar una palmadita en la espalda.


See you later —contestó Pablo escuetamente.


De camino de vuelta, infinitamente más tranquilo y sin el sabor amargo, literal y metafórico, de la noche anterior, Pablo cambió su sintonía: tenía un reto ante sus ojos y tenía que aprovecharlo al máximo. Seguro que le iría bien. Con trabajo, todo va bien. Por fin sentía que estaba donde debía estar en ese nuevo comienzo elegido por él mismo y que tan solo unas horas antes le había hecho dudar tanto. 


Al llegar a la habitación, deshabitada de nuevo, decidió informar a todos: a sus padres, a Lucía, a Lola..., y a Eric: Todo ha ido bien, menos mal. Me siento mejor ahora. Gracias, tío.


Se permitió una siesta de una hora. A las seis comenzaría todo de nuevo.

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