Kensington Hall -Capítulo 2: ”Turbulencias”

 En el aeropuerto todo eran nervios. Pablo estaba acompañado por sus padres y por su núcleo duro de  amigos, the team, aunque hacía tiempo que ya no se referían a sí mismos de ese modo. No podía evitar sentirse ausente. Miraba el directorio de vuelos continuamente deseando que anunciaran un retraso o una cancelación. Allí plantado, esperando para despedirse, se preguntaba si había tomado la decisión acertada. ¿Por qué irse? ¿Qué se le había perdido en Filadelfia? ¿Huía de algo? ¿En serio quería irse y dejar su tranquila vida en su país? De veras se planteaba si debía hacerlo o no. «Todavía estoy a tiempo», pensaba.


En esos momentos poco importaba cuánto hubiera deseado vivir en el extranjero y, por primera vez, poder valerse por sí mismo. Parecía haberse dejado llevar por la inercia de un expediente académico brillante y por una marea de alabanzas hacia su capacidad intelectual y deportiva desde el día mismo en que nació, un 27 de abril. Ahora tenía la sensación de que esas no eran sus expectativas, sino las de los demás. Su constante destacar en todo moldeó la mente de sus más allegados hasta convencerlo de que estudiar un grado mediocre sería desperdiciar su talento, debía ser Medicina, Ingeniería Aeronáutica o de Caminos, como mínimo. Ni siquiera Derecho parecía estar a la altura de sus capacidades. 


El día que anunció a sus padres que quería estudiar Economía no fue como él había imaginado. Su decisión supo poco a sus padres, pues pensaban que era un grado con el que desperdiciaría su potencial, si bien pudo contentarlos enseguida cuando les habló de sus planes: se buscaría un buen programa de doctorado en una universidad de renombre para después dedicarse a la investigación.


Y allí se encontraba, empapado en sudor, con las manos en los bolsillos, mirando de reojo a unos y a otros. Su padre y su madre estaban a su lado emocionados y orgullosos, aunque también con una morriña que sufrían por adelantado. Lucía, su querida Lucía, su amiga desde la cuna, la que le miraba con ojos empañados, no se despegaba tampoco. Ni Lola, ni Juan, ni su hermana Laura, que se preguntaba a quién llamaría ahora al salir del trabajo, como hacía rutinariamente cada día a las tres y media de la tarde. Todos los presentes le miraban de reojo, o le brindaban una sonrisa condescendiente. Lo iban a echar mucho de menos, porque aunque Pablo vivía en Madrid desde hacía ya un par de años, su presencia y su peso en el grupo, o en la familia, era indiscutible. Tenía el don de la ubicuidad: era un hijo presente y un amigo que siempre parecía encontrarse al otro lado de la línea de teléfono, no importaba si para hechos banales o trascendentales.


—Pablito, Pablito. Mi hermano...


Lucía lo sentía así desde lo más profundo de su corazón. Pablo y ella tenían una relación simbiótica donde bastaba con mirarse para entenderse. Se conocían desde que nacieron prácticamente. Lucía contaba cinco meses de vida cuando sus padres comenzaron a dejarla en la guardería media jornada, para así habituarla poco a poco al contacto con otros niños y, por qué no, poder ir al trabajo con la tranquilidad de saber que no colmarían la agenda de sus padres con el cuidado de su única hija. Siempre pensaron que eso ayudó mucho a la sociabilidad de su hija. Unos meses después entró Pablo en esa misma guardería, llamada Cigüeñas. Enseguida hubo un flechazo entre ellos. Se hicieron inseparables desde entonces, y la casualidad hizo que asistieran al único colegio de la zona, donde afianzaron sus lazos. Una vez en el instituto conocieron a Lola y demás amigos, pero, aunque nunca lo comentaron entre sí, para ellos los demás se unieron a una especie de ente con personalidad única: si aceptaban las normas no escritas entre ellos dos serían bienvenidos, de lo contrario, ni se molestarían en ampliar su círculo.


—Te me vas, no me lo puedo creer... —volvió a decir.


Y se abrazó a él fuertemente y un largo rato para despedirse.


—Ya, lo sé, no me lo creo, la verdad. Pero vendrás a verme, ¿no?


—Por supuesto que sí. ¿Crees que desperdiciaría la oportunidad de ir a la ciudad de Rocky Balboa con alojamiento gratis? Ni de coña.


Pablo hizo lo mismo con los demás.


—Adiós, amigo. Menuda experiencia vas a vivir. Dalo todo, aunque no te lo tengo que decir, ya sé que lo harás. Te quiero. Mucha suerte.


Lola se abrazó a su cuello y por un momento tuvo la tentación de besarlo en los labios, como solían hacer, años atrás, durante el tierno pero breve noviazgo que mantuvieron. Pero guardó la compostura, pues nunca volvió a ver a Pablo de ese modo. Besarle sería como quebrantar las reglas más  básicas de las  relaciones humanas, sería algo casi incestuoso.


—Gracias, tía. Te espero allí. Tiene que molar muchísimo la ciudad. Podrías hacerlo en vacaciones y hacer un road trip a lo Telma y Louise. Sería increíble. 


—No te digo que no, ¡buena idea! Pero cambiaríamos el  final, ¿eh? No quiero destruir ningún coche.


Y se abrazaron largo y tendido.


Llegó el  turno de Juan, que se despidió de él afectuosamente.


—Cuídate mucho, tío. Te vamos a echar de menos.


—Y vosotros, ¿eh? Cuidaos mucho, el uno al  otro, por favor. Os quiero mucho y no quiero que os hagáis  daño.


—Tranquilo, lo haremos.


Y se abrazaron con cariño.


The team se hizo un selfie para inmortalizar el momento, con caras alegres que intentaban disimular el mal trago del momento. A nadie le gustan las despedidas.


Tras ello dieron paso a sus padres y a Laura. Sabían que por mucho que estuvieran unidos, una madre  es una madre y  la familia es la familia, y debían dejarles ocupar el papel principal que se merecían.


Su madre y su hermana lloraban. Su padre, luchaba contra sí mismo para no hacerlo.


—Hijo, cuídate mucho. Llámanos cada vez que lo necesites. Si te hace falta algo, dine...


—Mamá, tranquila. Lo sé. —Dijo mientras le acariciaba la mejilla—. No me voy a  desmadrar allí, no te preocupes.


—Hermanito, te voy a echar mucho de menos. Mucho mucho. Cuídate, ¿eh? Te quiero mucho. Te va a ir genial.


El abrazo siguió  fue reconfortante, de esos que recomponen. Pablo volvió a tener seguridad en su decisión gracias a las palabras de su hermana.  Él también la iba a  echar mucho  de menos.  Era su hermana, pero también su amiga, su confidente. Su relación era solo  equiparable a la  de  Lucía.


—Hijo, no me puedo creer que te vayas tan lejos. Vas a hacer que  me monte en un  avión, ¿eh? Solo podrías hacerlo tú. Llama en  cuanto necesites. Y por gusto también, por supuesto. 


Y lloró. No podía hacerse el duro por más tiempo.


Al pasar el control de seguridad, se volvió para verlos a todos por última vez. Lo hizo una sola vez, como era su estilo, sabiendo que era un buen momento para añadir esa pizca de dramatismo que la situación requería. Se llevó la mano al pecho y les lanzó un beso a todos. Así dejaría una huella aún más profunda. Pablo sabía cómo hacerse notar incluso cuando no estaba. Sabía que se quedarían con esa imagen suya en la retina, la de él despidiéndose como si no fuera a volver.


Volar le aterraba tanto como a su padre, pero nunca quiso admitírselo, ni a él mismo ni a nadie. Sabía que tenía que distraerse, intentar dormir, y aunque conseguía lidiar con lo primero, fracasaba con lo segundo. 


El vuelo duraría ocho horas y veinte minutos, lo suficiente como para verse dos o tres películas y leer algo. Tenía la  certeza de no conciliar el sueño ni un  minuto, aunque lo intentaría.


Se sentó y abrochó el cinturón de seguridad antes de que el símbolo sobre su cabeza le informara de que debía hacerlo. Acomodó su postura en el asiento y tomó nota mental de quiénes eran sus compañeros de viaje. Él se encontraba en el extremo derecho de la hilera central de asientos, cuatro en total. A su izquierda viajaba un pareja joven con su hija pequeña, de unos cuatro años. A juzgar por su acento, no tuvo duda, eran americanos. Aunque su instituto le decía que debía entablar conversación con ellos antes o después prefirió posponerlo, primero debía tranquilizarse un poco. A su derecha, hacia la ventanilla del avión, había dos asientos más, ocupados por una mujer y un hombre de entre cuarenta y cincuenta años. Su lenguaje corporal hablaba, y no tuvo duda de que eran desconocidos entre sí. 


Llevó  una media hora acomodar al pasaje entero. Los auxiliares de vuelo  lanzaban sonrisas amables a todos los pasajeros mientras cerraban los compartimentos superiores de equipaje. Una vez todos cerrados, se pudo sentir claramente el zumbido y la vibración de las turbinas del. Avión, y Pablo se agarró instintivamente al reposabrazos derecho, como si  así se sintiera más seguro. Decidió cerrar los ojos y respirar profundamente. En ese momento comenzó la explicación de las medidas de seguridad de mano de los auxiliares. Pablo volvió a abrir dud ojos por si acaso.  La probabilidad de tener que utilizar el chaleco salvavidas o el oxígeno que se hallaba sobre las cabezas de los pasajeros era más que remota, Pablo había  estudiado  probabilidad y estadística en la universidad, pero sabía no era imposible que ocurriera una catástrofe, especialmente después de haber visto la película  La sociedad de la nieve, sobre los supervivientes del equipo de rugby uruguayo que se estrelló en los Andes cuando viajaba a Chile en los años setenta del siglo veinte.


Y llegó el despegue, el momento  más importante del viaje junto con el aterrizaje. Pablo sintió vértigo y no quiso mirar por  las ventanillas, eso solo lo pondría más nervioso. Sentía su espalda aplastada contra el respaldo de su asiento por la velocidad e inclinación del avión, y solo cuando este alcanzó la altura de crucero necesaria se pudo relajar. 


Tras unos minutos decidió leer un poco. Leyó unas cuantas páginas de su libro, que enseguida abandonó para abrir el periódico que se encontraba guardado en el bolsillo del asiento delantero. Pero no conseguía concentrase. Así que decidió intentar dormir, pero cómo hacerlo al principio del vuelo. Sería inútil. 


Así que, pensó, quizás podría decirle algo a sus acompañantes, algo sencillo, para romper el hielo.


—Hola, ¿sois de Filadelfia? —dijo en su  perfecto inglés.


—Sí, vivimos allí. —dijo el  padre.— ¿Y tú, vas de vacaciones?


—No, me  mudo a vivir allí. No sé por cuánto tiempo, pero sí unos años.


—Ah, genial. ¿La conoces? ¿Has estado en Estados Unidos antes?


—No, es la primera vez. Así que estoy entusiasmado.


—Te va a gustar. Me llamo Bill, por cierto. Ella es Sara, mi mujer, y nuestra hija Paige.


—Encantado. Yo soy Pablo.


Eso fue  todo, no bastó decir más. Era una de esas conversaciones de avión que acaban abruptamente por el simple silencio de uno de los interlocutores. La conversación se reanudaría más adelante del mismo  modo, con un simple comentario de alguno de los compañeros de viaje, en referencia a la comida del avión o a cuántos otros vuelos transatlánticos habían  realizado  anteriormente.


Tras la cena, Pablo conectó los auriculares y sintonizó una de las películas ofertadas. Estaba satisfecho por cómo estaba yendo el trayecto, tranquilo, con gente amable a su alrededor. Ya solo quedaba la mitad del trayecto y llegaría a destino, a su meta, a su cambio  de vida. 


Pocos minutos después de comenzar la película se durmió. Tuvo la certeza de haberlo hecho porque se despertó sobresaltado por el gran salto que dio el avión y porque la película había avanzado media hora desde su comienzo. Su sensación fue la de haber saltado del asiento. Mantuvo la calma y se dijo a sí mismo que ese tipo de turbulencias  eran normales en algún momento del vuelo, y más en los largos. «Estaremos atravesando una nube», se dijo. No obstante miró a su alrededor, si el resto de los pasajeros estaban tranquilos, la mayoría, supuso, gente acostumbrada a volar, no tendría que preocuparse de nada. E intentó  seguir durmiendo. Pero fue en balde. Una nueva turbulencia, más grande, pareció levantar el  avión en peso y Pablo creyó haber caído unos  cuantos metros en picado. Esta fue seguida de otras, más cortas y seguidas, justo en el momento en el que se encendió la luz del cinturón enfrente de sus cabezas, si bien la mayoría de los viajeros, instintivamente, ya habían decidido abrochárselo. 


Habló el comandante McAdams: «En estos momentos estamos atravesando una serie de turbulencias. Rogamos que se abrochen los cinturones de seguridad y que permanezcan en sus asientos.»


Pablo oyó llorar a Paige. Sara intentó tranquilizarla sin éxito, así que Bill la puso encima de su regazo para darle cobijo. Esto pareció tranquilizarla. Pabló presenció la escena y vio cómo la niña cerraba  los ojos por instinto. Un mecanismo de defensa de la naturaleza, tal vez, así que decidió  imitarla. 


Con los ojos cerrados, se  preguntó si ese sería el final de todo. Las turbulencias no cesaban, y la gente que se empezaba a impacientar, se preguntaba si el comandante volvería a dirigirse a los pasajeros para tranquilizarles o explicarles los que acontecía, pues parecía serio. Se preguntó si ese viaje podría ser premonitorio de lo que podría se su estancia en FIlafelfia. ¿Y si fue u error? ¿Y si todo iba mal? ¿Y si no debía haberse subido a ese vuelo y sí al de la semana siguiente, opción que rechazó  por ser más cara? ¿Le ocurriría como a Numa Turcatti, uno de los supervivientes del avión estrellado en los Andes, que acabó muriendo antes de ser salvado y que subió a ese avión convencido por un  amigo, que finalmente se arrepintió?


Los nervios empezaron a dominarle, aunque puso todos sus esfuerzos en que no se notara. Pens

Comentarios

Entradas populares de este blog

La bola de nieve

Lucía y la cámara olvidada -Prólogo

Lucía y la cámara olvidada - Capítulo 1 “The team”