Lucía y la cámara olvidada -Capítulo 16 “Una demoledora verdad”

 Al cabo de unos días Magda comentó a Lucía que habían invitado a Alicia y a Mario a cenar. Era habitual que ambas familias disfrutaran de buenos momentos juntos, después de todo ninguno de ellos había nacido allí y, cuando no se tiene familia, no hay nada mejor que los amigos para no sentir desarraigo. 


Alicia y Mario eran más que vecinos, eran compadres. Cuando Magda y Miguel se mudaron al vecindario lo hicieron un mes después que ellos, y siempre estuvieron agradecidos por la hospitalidad que les ofrecieron sus ahora amigos. La mayoría de los vecinos eran familias o matrimonios jóvenes que buscaban un lugar tranquilo y apacible para enraizarse o criar a sus hijos, y enseguida se formó una gran comunidad de gente joven y niños por todos lados. También los hubo que acabaron allí por otros motivos pues el entorno natural que les rodeaba, con el mar a cinco minutos en coche, atrajo a muchas parejas más bohemias o a vecinos con buen pasar que sólo pretendían vivir en un entorno rural pero no alejado de la ciudad.


El barrio constaba de espaciosas viviendas unifamiliares con jardín ideales para la crianza. Alicia y Mario vivían en el número 10 y Magda y Miguel en el número 12, por lo que el contacto se hizo cada vez más frecuente hasta llegar a ser inseparables. Al principio solían saludarse con énfasis, como para hacer ver que estaban interesados en conocerse. Paulatinamente pasaron del saludo a mantener conversaciones sobre lo que acontecía en el barrio o en el pueblo, primero en las verjas de afuera de sus jardines, más tarde invitándose a pasar a la casa del otro de manera informal. Hasta que Alicia y Mario les invitaron a cenar por primera vez con el pretexto de anunciar que iban a ser padres.


—¡No me digas! —respondió Magda a su  amiga mientras se le abalanzaba para darle un abrazo—. Ya me extrañaba a mí que no probaras el vino.


Tan sólo unas semanas después Magda y Mario hicieron lo mismo con una comida. Un sábado a mediodía anunciaron a sus compadres que estaban embarazados. Quiso la casualidad que ambas parejas tan sólo tuvieran un hijo, además varón y de la misma edad, por lo que pareció más que natural que tanto Mario junior como Miguel hijo se criaran como primos o, más bien, como hermanos. Los dos amigos se hicieron inseparables. Fueron juntos a la guardería, a la misma clase del colegio y a lo largo de todo el instituto, hasta que sus caminos se separaron en la universidad, al menos en lo que a compartir aula se refiere.


En la época universitaria ambos abrieron su  círculo de amigos a otras personas. Carrera diferente implicaba amigos diferentes y, en el caso de Miguel, ciudad diferente. Fue allí, en Madrid, donde estudió Bellas Artes y donde conoció a la madre de Lucía, que también era de otra ciudad. Se conocieron en una fiesta de amigos comunes y se engancharon el uno al otro desde el primer hola que se dieron. Madrid fue testigo de su enamoramiento, de las visitas de Mario para conocer a la novia de su amigo, a su cuñada.  Madrid les vio sonreír, llorar, pasarlo bien. También fue testigo de sus primeras resacas, de comer patatas y arroz durante medio mes porque se habían gastado la asignación mensual de sus padres. Y fue allí,  en Madrid, donde Miguel  decidió dedicarse a la fotografía y dejar a  un lado su  otro don, la pintura, motivo por el que estudió Bellas Artes, pero de la que nunca se vio capaz de vivir a pesar de los ánimo de su insistente novia.


—No deberías abandonar tu sueño —le decía con cierta decepción.


Pero los mejores momentos, los que más atesoraron siempre, estaban en casa, y siempre volvían. Una vez al mes, o como mucho cada dos meses,  Mario y Miguel volvían a su refugio, a veces por separado o sincronizándose para verse allí, donde no tenían más pretensión que ir  al bar de la esquina a tomar unas cervezas y contarse todas las buenas nuevas.  Hablaban durante horas. Esas reuniones fueron testigo del primer y único gran desamor de Mario. Fue costoso para Miguel hacerle ver que una relación tóxica como la que sostenía con su novia no podía alargarse en el tiempo


—Ya sé, ya sé. No me digas más. No todos tenemos la suerte que tienes tú con Paula.


Escuchar afirmaciones de este tipo le partía el corazón. Miguel se sentía incómodo con la sensación permanente de que Mario se sentía inferior a él, o menos que él. También había momentos en que se cansaba de la tozudez de su hermano. En otros era capaz de comprender cualquiera que fueran sus motivos para decidir una cosa u otra, romper una relación continuarla, pues Mario era un embaucador nato y podía convencerte de que el cielo era rojo si se lo propusiera. Y fue en uno de esos encuentros donde Mario contó que tenía problemillas económicos. Ese fue el peor momento de todos, el apuro en el que Miguel se vio involucrado. Podía soportar sus alusiones a Paula, sus quejas por los continuos cambios de trabajo, pero pedirle dinero no.


—Mario, me es muy difícil decirte esto, pero no puedo. No puedo por varios motivos. Paula y yo vamos a ser padres, perdona por soltártelo así, quería que fuera de otra  manera y en otro momento, de hecho iba a hacerlo a lo largo de esta conversación, pero sobre todo no lo hago porque es muchísimo dinero, y no lo tengo, y porque no quiero que nuestra amistad peligre.


Mario calló, lo comprendió o parecía comprenderlo. Pero algo entre ellos efectivamente cambió. Su orgullo por un lado, y su rapidez mental por otro, hicieron que no se notara su decepción.


—Pero bueno, ¿cómo no me lo dijisteis antes? Que le den al dinero, saldré de esta seguro. ¡Qué gran noticia!


Resultó convincente, tanto que continuaron con la celebración, y se corrió un tupido velo entre cervezas y confesiones que evitó que Miguel preguntara a su amigo por el motivo de su  deuda. Y nunca más preguntó, le resultaba demasiado incómodo. Mario, por su parte, arrastró esos problemas con el dinero durante mucho tiempo más.





—¿Y eso que vienen a cenar? —preguntó Lucía.


—Pues he pensado que hacía  tiempo que no venían y me apetecía invitarles. ¿Te parece?


Lucía dudó un poco. No tenía nada en contra de Mario y Alicia, todo lo contrario, sentía mucho afecto y gratitud hacia ellos. Pero no podía evitar mirarles con otros ojos últimamente, especialmente después de los últimos acontecimientos. Por otro lado, no se encontraba con fuerzas para expresarles sus dudas o enfrentarse,  por lo que la idea de compartir mesa con ellos como si no ocurriera nada le parecía de lo menos apetecible.  


—Vale. ¿A qué hora vienen?


—Sobre las ocho. ¿Me ayudas con la mesa?


—Sí, claro. 


Ayudar a Magda no se discutía. Lo hacía con gusto. Su abuela tenía demasiadas cargas últimamente.


Lucía se sentía inquieta. Algo en su interior no la dejaba estar. Su cuerpo parecía decirle «hoy va a pasar algo».


Una vez prepararon todo para la llegada de los invitados, se fue escaleras arriba a ducharse. «Me va a venir bien el agua en la cara».



Tras su largo ritual, que esa noche alargó debido a su malestar, se dio unos minutos para escuchar música, con el albornoz puesto y una toalla enroscada en su cabeza. Decidió entonces que este era buen momento  para comprobar sus mensajes, y en ese momento descubrió uno de Juan.


«Ganas de verte. Espero que pases buena noche. No pienses que vaya a salir nada mal». Lo escribió en respuesta a uno de ella en el que expresaba su preocupación por la visita de Mario y Alicia. Ambos se encontraban ya en ese punto de cuidarse y preocuparse el uno por el otro.



Cuando estaba por terminar de arreglarse sonó el timbre, y su estómago le dio un vuelco. «Bueno, vamos». Y bajó las escaleras para saludar y dar la bienvenida, como sus abuelos le habían enseñado.


—Hola, Mario. Hola Alicia. ¿Qué tal?


—Hola, cariño. Muy bien, ¿y tú?


Se dieron dos besos, seguidos por los dos de Mario. Había tal confianza entre las familias que no hacía falta más ceremonia.


—Bien.


—¿Puedes meter esto en el frigo, por fa?


Alicia había traído un suculento postre, no le gustaba venir con las manos vacías.


—Sí, dame.


De camino al frigorífico pensaba: «todo va a ir bien, todo va a ir bien». 


Una vez reunidos en el salón, Magda apareció con una bandeja llena de refrescantes cócteles a excepción de una copa, con una versión sin alcohol para Lucía, aún no tenía edad de beber, al menos no delante de adultos.


—Mmmm, has hecho mojito royal, como el del cocinero de la tele. —Alicia se relamía los labios.


—Sí, de Jaimie Oliver. Tenía ganas de prepararlo. Está bueno, ¿verdad?


—Sí, buenísimo.


Y todos bebieron el rico cóctel preparado con mimo por Magda acompañados por unos finos aperitivos: carpaccio de salmón, delicias de anchoa y deliciosos y variados canapés. Magda era conocida por sus platos.


La cena se desarrolló como siempre, de la mejor manera. Lucía estuvo algo ensimismada, pero todo el mundo pensó que se debería a su recién estrenado noviazgo con Juan, todos habían pasado por esa etapa y conocían las mariposas en el estómago y los nervios del principio. 


El postre, como trompetas que cambian de tercio, revelaría confesiones inesperadas para todos.


—¿Cuánto  tiempo hace que no viene Mario por aquí? Cada vez viene menos, ¿eh? —preguntóMagda inocentemente.


Mario y Alicia miraron al mantel, ya manchado con vino derramado y migas de pan que evidenciaban un festín, y se buscaron con la mirada para decidir mentalmente quién tendría que responder. Lo hizo Alicia.


—Bueno, la verdad es que sí, cada vez  viene menos, sobre todo...


—Sobre todo desde el accidente—interrumpió Lucía en un tono que no fue agradable para ninguno de los comensales. 


—Sobre todo desde que ha cambiado de trabajo, está muy ocupado. 


Alicia salvó como pudo la situación aliviando así la hostilidad en el ambiente creada por la afirmación de Lucía. Nada de lo que ella dijera podría en modo alguno ofenderla, aunque esta vez le pilló desprevenida.


El tema de Mario se había convertido en tabú. Alicia y Mario padre le habían mimado y consentido siempre. Si Mario  deseaba algo de sus padres, no tenía más que pedirlo. Si quería una  moto, pues tendría la de mayor cilindrada. Si pedía irse del viaje al último confín con amigos, así se lo concedían sus padres, si surgía una escapada a los Alpes suizos, pues allá que  se iba él, y si  pedía dinero no hacía falta ni para qué lo necesitaba, ellos se lo daban.


Los caprichos de Mario habían  sido tema de conversación para los Benítez. tanto Magda como Miguel, que también habían pecado  de  algo consentidores con su único hijo, discreparon siempre de las artimañas de Mario hijo para complacer su voluntad y también de cómo  sus amigos habían gestionado su crianza, pero era algo que comentaban solo en la más estricta intimidad. «Nadie nace con el manual de padres aprendido», solía decir Miguel, pero se alegraba de que su hijo hubiera salido tan aparentemente normal, si por normal se entendía que había sido responsable en  sus estudios,  no les había dado importantes preocupaciones y había sido comedido con los gastos  monetarios.


La conversación prosiguió.


—¿Cuándo estuvo aquí por última vez? —volvió a insistir Lucía. Magda le propinó un sutil codazo para que no continuara, pero Lucía no podía dejar escapar la ocasión para resolver algunas dudas o para que Alicia y Mario explicaran algunos datos que sólo ellos podrían conocer.


—Hace un mes, más o menos —dijo Mario esta vez—. ¿Por qué lo preguntas?


—¿Hace un mes? ¡No sabíamos nada! —contestó Magda. 


—Ejem, sí, es que fue una visita relámpago y estuvo metido en casa todo el día.


A los ojos de Lucía, el misterio de sus visitas sólo podría tener explicación por la vergüenza que Mario debía sentir por lo sucedido, pero claro, ya habían  pasado demasiados años, «la vergüenza también prescribe». Para ella Mario escondía algo más allá de estar o  no implicado en la muerte de sus padres, y este era el momento para demostrarlo.


—Sabéis que estoy haciendo un proyecto para el instituto, ¿no? Y trata sobre el accidente de mis padres. Me encontré unos carretes que al ser revelados mostraron a Mario, mis padres, a mí misma y a todos ellos en el coche del accidente. La cámara debí dispararse sola por las vueltas de campana. Fue una sorpresa encontrar a Mario dentro del mismo coche en el que murieron mis padres, pero nosotros no teníamos ni idea. ¿Por qué nunca dijisteis nada?


Ahora sí que el ire se había hecho irrespirable. Lucía lanzó una acusación en toda regla contra Alicia y Miguel diciéndoles en sus propias caras que había ocultado la presencia de Mario  en el coche.


—Sí que lo habíamos dicho, ¿no recuerdas, Magda? —exhaló Alicia con esperanza de que amiga dijera que  sí.


Magda calló, pero solo unos instantes.


—No, Alicia. Nunca nos lo dijisteis. Y nosotros nunca quisimos preguntar tampoco. Pero si eso es cierto, como demuestran las fotos, quizás Mario podría darnos algunas explicaciones sobre lo ocurrido. Quizás hubo un detonante.


Volvió a callar. Todos enmudecieron.


—Ali, no estamos diciendo que fuera el causante del accidente, un accidente es un accidente, pero siempre estuvimos faltos de verdad, de alguna voz que nos dijera por qué demonios no llevaban atado el cinturón de seguridad, qué pasó dentro de ese coche. Nosotros estábamos fuera, y volvimos en shock. Nos contentamos con el cariño y las condolencias recibidas por nuestros seres queridos, y vuestro comportamiento fue el mejor, verdaderamente irreprochable.  


Magda calló, quedó como exhausta por el esfuerzo de pronunciar esas palabras. Miguel  tomó el testigo en una situación en la que nadie osó intervenir, pues estaba claro que era su momento de dejarles hablar y de que soltaran su preocupación, expresaran sus dudas o mostraran su ira.


—No  quisimos indagar, era demasiado  duro para nosotros y teníamos que cuidar de nuestra nieta, todos nuestros esfuerzos serían  para asegurarle el bienestar, para que no sufriera en la medida de lo posible tanto la falta de sus padres, que no pueden ser reemplazados. Hemos hecho lo que  hemos podido, espero que bien, pero ahora que se ha abierto la caja de pandora queremos saber, necesitamos saber.


Que Miguel hablara con tanta solemnidad sobre todo después del infarto sufrido recientemente, tenía  mucho más valor. Él era enemigo de las polémicas, nunca le gustaron las disputas, y odiaba tener que confrontar cualquiera  que fuera el adversario. Todos se mantuvieron en silencio largo rato. Magda dejó escapar alguna lágrima, y Lucía las reprimió pero haciendo evidente que lloraba largo y fuerte para adentro. Por fin, Alicia habló, Mario nunca fue capaz.


—Si por algo debemos pedir perdón es por no haber mencionado nunca que nuestro hijo  estaba en el coche. Es cierto que no haberlo dicho antes ahora se ve como una mentira, y quizás lo  sea. Inconscientemente protegimos a nuestro hijo. Tras el accidente lo encontramos  fuera de control, alteradísimo. No había manera de que entrara en sí. Nos pidió silencio y soledad. También no deciros nada, suponemos ahora que por vergüenza.


«¿Vergüenza por qué?», pensó Lucía.


La conversación se agotó y puso fin a una velada cuyo final no gustó a nadie. Tras las últimas  palabras de Alicia volvió a hacerse el silencio, silencio que ella misma rompió.


—Bueno, creo que debemos irnos ya. Siento todo muchísimo, y espero que algún  día nos podáis perdonar o comprender.


Y se levantó con toda la dignidad de que fue posible, seguida por un marido que no articuló palabra y agradecida por las palabras de Magda, pronunciadas con suma delicadeza.


—Bueno, ya. No sufras. No sufráis. No tenéis culpa de  lo que  pasó.


Y se agarraron las manos fuertemente, se miraron a los ojos con compasión, y prometieron hablar de nuevo pronto. 


Tras la cena, Magda pidió soledad, así que Miguel y Lucía comprendieron que debían dársela. Lucía subió a su cuarto, y Miguel se acomodó en el sofá para distraerse antes de irse a la cama. No sabía si leer o ponerse algún documental de los que le calmaban los nervios. Antes de abandonar el  comedor dio un beso a Magda en una mejilla. 


—No sufras más —le dijo—.  Y vete pronto a descansar.


Lucía escribió a Juan. «No veas la movida en casa. Mañana te cuento.»


A lo que Juan respondió. «Espero que estéis bien. Mañana me cuentas.» Y añadió un corazón.


Ya en la cama, la palabra vergüenza resonaba en la cabeza de Lucía sin parar. No sabía por qué, pero no podía evitar pensar que tenía que ver con las fotos que vio en la habitación de Mario cuando se alojó con Alicia y Mario durante la hospitalización de Miguel. De pronto recordó a sus padres, a Mario, a los tres juntos, a mamá con papá, a Mario con papá, y a Mario con mamá. Eso era, la manera en que Mario miraba a mamá no  era la manera  normal en que un amigo mira a  una amiga. Esa ternura, ese brillo en los ojos mientras la miraba, esa sonrisa..., sólo podían significar una cosa: Mario estaba enamorado de su madre.


 «¡Mario estaba enamorado de mi madre!», se dijo a sí misma en bucle.  «No puede ser.»



Y en medio del asombro, en medio de la decepción que sintió habló consigo misma una vez más.  «Tengo que descubrirlo.»

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