Lucía y la cámara olvidada -Capítulo 10 “El parque”

 Una vez se fueron todos, Lucía se  quedó sentada en el pequeño pero confortable y roído sofá que dominaba la buhardilla. Estaba sola, en silencio, necesitaba meditar. No sabía por qué pero en su interior esperaba encontrar algo más que dos fotos de mala calidad, y su decepción la mantuvo angustiada durante un buen rato. «¡Qué fiasco!»


Sí, algo le  decía que  debía resolver sus dudas. ¿Pero sobre qué? ¿Por qué tomarse el proyecto tan a pecho? ¿Por qué su sexto sentido la empujaba a seguir buscando? 


Miraba a su alrededor en busca de respuestas  y sólo veía recuerdos familiares. Fotos antiguas,  biombos y paipáis asiáticos,  retratos, alfombras apiladas, timbales cubanos... Todos ellos preciados recuerdos de Magda y Miguel, dos personas de mundo que se lo habían pasado muy bien recorriéndolo y cuyas  anécdotas de viajes podían alegrarle la velada a cualquiera.


La angustia se agudizó y Lucía sintió un deseo imperioso de llorar. Su  instinto le gritaba en silencio que buscara, que siguiera buscando. Tras un rato harta de no conseguir nada, se levantó del sofá, se rindió. Decidió que ir a cenar la distraería un poco y la sacaría de ese pensamiento recurrente. Pero justo cuando iba a abandonar la habitación se  percató de un viejo canasto de mimbre escondido entre dos viejas butacas que esperaban ser restauradas. Casi dio  un brinco cuando dentro de él descubrió otra de las cámaras del abuelo que pasaba desapercibida por la gruesa capa de polvo que la envolvía. Este descubrimiento la devolvió a sí.  «Seguro que aquí hay pistas». O eso pensaba.


Durante la cena,  Lucía contó a Magda y a Miguel que en los negativos revelados hacía unos días sólo habían encontrado una foto y media.


—Las restantes estaban todas veladas,  no se veía nada —prosiguió.


—Claro. Los negativos se deterioran con el tiempo. A veces yo mismo los estropeaba por las prisas. No puedes abrir una cámara a plena luz para cambiar los negativos cuando éstos tienen que reponerse, se velan y todos tus esfuerzos habrán sido en vano. Esta es la lección número uno de revelado de fotos. ¡Cuántas fotos habré echado a perder en mi vida por error, por prisa o por cualquier otro motivo. Es normal que a veces ocurra algo así. Lo que me extraña es que haya pasado en uno de esos carretes, pues nunca los toqué, nunca en todos estos años.


Las palabras de Miguel fueron pronunciadas con mucho esfuerzo,  esfuerzo  que Magda y Lucía valoraron. 


—Venga, cariño. Sigue comiendo —dijo  Magda a su marido mientras le acariciaba la mano afectuosamente.


—Abuelo, ¿crees que me podrías ayudar mañana a revelar otro carrete? No estoy segura de poder hacerlo yo sola.


—Quizás  mejor dentro de  unos días, ¿no, Miguel? —Contestó Magda en su lugar.


—No hay problema, claro que sí, hija. ¡Estás hablando con un experto en la materia! —contestó a Magda mientras miraba a su nieta con complicidad.


Al día siguiente Lucía llegó al banco de encuentro  con sus amigos antes de lo habitual y no pudo  creer lo que vieron sus ojos. Lola y Pablo se estaban dando un beso. «Ahora lo entiendo todo».


Su cara de sorpresa hizo que se le viera desde muy lejos, así  que, en cuanto caminó unos pasos hacia ellos, Lola se dio cuenta de  que su secreto mejor guardado ya no era tal secreto, y desde luego de nada servía seguir guardándolo. Se  puso  colorada,  tanto que Lucía pudo  ver sus mofletes encendidos desde  donde estaba. 


En el fondo se alegraba, porque los quería a los dos, y uno siempre se alegra por los seres queridos. Pero también se enfadó un poco.  «¿Por qué no me lo han dicho?»


Una vez llegó al banco, y mientras Pablo se quitaba las babas con la mano, Lola no pudo más que decir:


—No es lo que parece.


Lucía quiso jugar un poco con ellos, era una venganza juguetona por no habérselo contado.


—¿Que no es lo que parece? ¿A qué te refieres? ¿Qué es lo que tiene que parecer? ¡Yo no he visto nada! —reprimió  una sonrisa.


Como ninguno de los dos decía nada, Lucía  prosiguió.


—Venga, no disimuléis más. Os  he pillado.  ¡Y qué más da! ¡Me encanta la pareja que hacéis! Qué escondido os lo teníais.


—Es que... 


La voz de Pablo estaba temblorosa. Continuó con cierta tartamudez.


—No te queríamos decir nada porque como no estaban siendo buenos momentos para ti no queríamos restregártelo. Espero  que no te enfades —dijo su amigo con  una mezcla entre arrepentimiento, culpa y vergüenza.


Lola asentía. Lo cierto era que Pablo sentía tal fidelidad por Lucía que pensaba que la había traicionado. Ocultarle un secreto estaba mal para él, pues ellos no los tenían. Pablo era su amigo más sincero, incluso más que Lola, que ya era decir. Era como un hermano, un hermano postizo desde la cuna. 


La mañana transcurrió tranquila, pero no podía quitarles ojo a sus amigos del alma. «Qué monos son». Se alegraba de verdad. Nada podía hacerle más feliz que  dos personas a las que quería tanto fueran felices juntas. 


Se asombró de ver cómo disimulaban sus sentimientos delante de los demás. No es que se avergonzaran ni quisieran ocultarlo.  Ella  les conocía, sencillamente no querían pregonarlo a los cuatro vientos, y como si de compañeros de trabajo se tratase, separaban lo sentimental de lo profesional con gran destreza.


Pero sólo una cosa le inquietaba: «¿Qué pasará si rompen? ¿Qué pasará con the team?» Estos pensamientos le produjeron una sensación en la parte baja del estómago que la  sacaron de su ensimismamiento. Así que aceleró el paso de camino a casa. Cuanto antes sintiera el  confort del hogar, mejor.


Ya en casa no pudo esperar a contar el bombazo a Magda.


—¿Lola y Pablo son pareja? —preguntó  mientras esbozaba una sonrisa.


A la edad de Magda, cómo dos adolescentes descubrían el amor la devolvía a su  propia adolescencia. Su primer amor fue Igor, un compañero bailarín. No fue su  gran amor, esa distinción estaba reservada para. Miguel, pero sí el que le hizo sentir las mariposas en el estómago por primera vez, el nerviosismo de las primeras  citas o el estremecimiento de los primeros besos. La noticia de Pablo y Lola la abstrajo durante unos segundos.


—Sí, ¿a que es increíble? Nunca lo habría adivinado.


—¿Y tú cómo te sientes?


A Magda preocupaba cómo pudiera sentirse su nieta.  


—Pues bien, la verdad. Me alegro por ellos. Me da rabia que no me lo hayan comunicado abiertamente, pero lo  entiendo. También me da miedo que uno haga daño al otro y se  rompa el grupo. Creo que esto es lo  que más me aterra.


La capacidad de síntesis de Lucía era pasmosa, su abuela sintió orgullo al oír las palabras de su nieta.


Tras la cena,  decidió darse una ducha. Así le gustaba acabar el día, recién duchada, en la cama, leyendo un buen libro o escuchando música. A veces las dos juntas. Era su manera de relajarse. 


El balance del día había sido bueno. La  sorpresa de Lola y Pablo fue sin duda lo mejor.  En clase fue agradable, de esos días que hay de todo: risas, camaradería. Y ningún altercado. El colofón fue un mensaje inesperado: «¿Cómo estás? Espero que bien. Hoy no te he visto en el insti.»


Juan no se la jugaba. Él tomaba la iniciativa de manera breve y escueta. No decía mucho en sus mensajes, pero  invitaba a Lucía a responderle. Por supuesto cabía la posibilidad de que ella no contestara, lo que le probaba cierta inquietud, pero algo le decía  que sería correspondido.


«Hola, estoy bien, gracias. Espero que tú también. Ha sido algo ajetreado.»



Ella tampoco se la jugaba, pero a través de estos mensajes, ambos mostraban su interés por el otro y al mismo tiempo se sabían correspondidos.


Dos días después se reunieron todos en la buhardilla de nuevo para continuar con el proyecto. Lucía ya no se sentía tan nerviosa con la presencia de Juan en su casa, lo que le agradaba mucho, porque resultaba algo incómodo tener que guardar la compostura todo el tiempo. Ahora era capaz de mostrarse tal como es, exactamente igual que lo que hacía él, y esa naturalidad hacía que se gustasen más y más y de una forma más sana y relajada.    


Ese día Juan les contó las novedades: tras imprimir y ampliar las fotos, tal y como se había comprometido, Juan desveló que en los periódicos se podía ver una fecha, pero nada podía adivinarse en cuanto a la marca o modelo del coche. 


—Mirad: 19 de diciembre de 2007.


La cara de Lucía se tornó blanca como la nieve. La piel de sus labios no se distinguía de la del resto de su cara. Se quedó helada, paralizada. Casi se cayó al suelo.


—Siéntala en el sofá —dijo Pablo dirigiéndose a Lola. 


—¿Qué pasa? 


—Es el día en que... —Lola no se atrevió a decirlo.


El 19 de diciembre de 2007, sus padres sufrieron el accidente que acabaría con su vida.

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