Lucía y la cámara olvidada -Capítulo 2 -“La buhardilla”
La casa de sus abuelos era grande, señorial, ubicada en un gran un manto de césped verde, meticulosamente cuidado. El pueblo que la albergaba, más pequeño que grande, era un bonito enclave costero donde todo el mundo se conocía. La fachada principal vigilaba los tres grandes árboles de la propiedad: un abedul, un roble y un castaño. Los tres gigantes formaban un inmenso triángulo que habría delimitado el terreno de juego de los niños durante décadas. De una fornida rama del roble caían dos cuerdas roídas, tan robustas como el propio árbol, que se juntaban en un pesado tablón tan avejentado que ya no invitaba a columpiarse. El mismo columpio en el que se habrían divertido tantísimas generaciones de la familia, permanecía ahora inmóvil, solitario, y a punto de descolgarse, pero conseguía embellecer aún más el entorno del hogar. Las habitaciones de la casa, seis en total, miraban a un mar, a veces manso, otras fiero, que dotaba a la residencia de un hilo musical continuo al que a esas alturas ya todos se habían acostumbrado.
A Lucía le encantaba su hogar, aunque sentía predilección por la buhardilla, habitada por multitud de objetos olvidados, decorativos e inservibles, herencias y legados del pasado más reciente y más lejano. También aquí se hallaba la gran biblioteca familiar, un acopio de libros nuevos y antiguos fruto de la pasión de Miguel por las librerías de viejo.
Para Lucía esta inmensa habitación, polvorienta y aislada del resto de estancias, significaba mucho más que un lugar lleno de libros y trastos. Allí fue donde aprendió a leer con la ayuda impagable de su abuelo quien, pacientemente, le enseñó los misterios de la lectura. Para ella la lectura era magia y su abuelo era el mago que juntaba las letras para formar palabras, que se trasformaban en sonidos, como otros conseguían sacar conejos de su chistera. Miguel fue el artífice de un mundo de fantasía con el que Lucía inventaba las historias más imposibles y estrafalarias. ¡Cuánto sucedió en esa buhardilla! Allí devoraba los libros, pero olvidaba comer comida. Cuántas veces tomaría su cena fría ante los intentos infructuosos de sus abuelos, que la llamarían sin cesar hasta darse por vencidos. Gracias a los libros aprendió a soñar y a olvidar. Con ellos ganaría las pequeñas batallas que libraba contra sí misma, contra sus pesadillas y sus miedos.
Pero también había lugar para el aburrimiento. Una tarde de lluvia, tras un buen rato sin saber qué hacer, arrastró un viejo colchón de cuna debajo del tragaluz. Más tarde Magda le regalaría unos bonitos almohadones, le dio unas sábanas frescas para crear el rincón más acogedor imaginable. Y allí se pasaba las horas, disfrutando. Su género favorito eran las novelas de misterio, que prefería leer de noche o los días de lluvia. Las leía con la linterna que Magda le dio tiempo atrás para así añadir más suspense. Le encantaba usarla a oscuras, con la única compañía de las olas del mar, y el haz de luz le ponía las historias más increíbles ante sus ojos.
A veces interrumpía la lectura para deambular y curiosear por la estancia. Se preguntaba para qué serviría esto o qué podría hacer con aquello. Buscaba y buscaba al azar, sin un objetivo claro, y a veces encontraba no sabía qué. A menudo tropezaba con una vieja silla sin respaldo, o con un juguete antiguo olvidado y envuelto en una espesa capa de polvo. Con su espíritu curioso pudo descubrir reliquias familiares de todo tipo, como fotos de personas de las que no había oído hablar —bisabuelos o antepasados que la miraban desde un pasado que parecía la Antigüedad—, pasaportes antiguos o lámparas o marcos delicadamente decorados. También encontró viejos rollos de telas extravagantes, alfombras antiguas y, la mejor de todas, un hato de cartas de amor de sus abuelos que leyó con voracidad. Fue así como, un día, conoció la historia de amor de Magda y Miguel.
Miguel Benítez Saura, como rezaba su DNI, no pudo resistir los encantos de Magdalena Briones Karpova, una bellísima bailarina descendiente de un comerciante español y una profesora de piano rusa.
—¿Cómo os conocisteis? —preguntó durante la cena.
Los abuelos se miraron tímida y alegremente intentando negociar quién de los dos contaría su gran secreto.
—Ejem... —carraspeó la abuela mientras se limpiaba la comisura de los labios y se acomodaba en su asiento—. Tu abuelo se dedicaba al negocio familiar y viajaba mucho.
—¿Cuál era el negocio familiar, abuelo?
—Mi padre heredó de mi abuelo la fábrica de anchoas más grande de la provincia, Conservas Benítez. Como el negocio iba muy bien, tenían dinero para pagarme clases privadas de inglés, y conseguí hablarlo con soltura. A ellos no les interesaba lo de hablar idiomas, así que se empeñaron en que lo aprendiera con fluidez para ser yo el encargado de las exportaciones. Mi hermana mayor murió de una grave enfermedad, así que me tocó a mi encargarme de todo.
—No sabía que tenías una hermana. ¿Tú querías dedicarte a ello? —inquirió Lucía.
—Sinceramente, no. Nunca me importó. Pero como a mí lo que me gustaba era ver mundo, me di cuenta lo afortunado que era, pues con el trabajo podría visitar un montón de lugares. Fíjate que acabé la carrera de Bellas Artes por vocación, me encantaba estudiar y me volvía loco pintar, y como había una línea de negocio que me permitiría hacer otras cosas, no supuso ningún drama para mí. Te aseguro que no. Lo más importante es que nadie te obligue a hacer nada. Yo no elegí mi camino, él me encontró a mí, y espero que tú hagas lo imposible para elegir el tuyo y ser feliz. —Finalizó mientras le acariciaba el pelo.
—Ajá —asintió la nieta mientras se concentraba en las palabras del abuelo. —Bueno, sigue, sigue—. Le animó con las manos para que continuara.
—Una de mis asignaturas favoritas era Fotografía, así que pensé que mi cámara de fotos me acompañaría a todas partes, y la llevé allá a donde fui.
—Ah, ahora sé por qué papá era fotógrafo, ¡le viene de ti! —dedujo alegremente.
—Exactamente, cariño —le devolvió la sonrisa—. Un día me tocó ir a Moscú por un viaje de trabajo. Me las arreglé para alargar la estancia porque no podía marcharme sin visitar sus museos, su famosa Plaza Roja, el Teatro Bolshói... Tampoco podía irme sin probar su gastronomía, ya sabes que soy de buen comer. Nunca sabes qué sorpresas te puede dar el...
—... el paladar —dijeron Lucía y su abuela al unísono mientras se miraban cómplices. Rieron.
Lucía disfrutaba de la historia como si fuera uno de sus libros favoritos, y se emocionó al ser consciente de la suerte que tenía de ser criada por los abuelos que le habían tocado. Fueron unos segundos tan emotivos que tuvo que reprimir las lágrimas.
—El caso es que un día me organicé la jornada perfecta. Visité el Bolshói, la Plaza Roja y comí en un famoso restaurante algunas de las delicias rusas. Después de comer, tenía planeado pasear y que mi cámara fotográfica hiciera el resto.
—¡Y vaya si lo hizo! —Añadió la abuela, conocedora de la historia.
—Un portal de un edificio llamó poderosamente mi atención —prosiguió el abuelo— así que puse mis bártulos en el suelo para estar más cómodo con el enfoque. Dejé todo tirado: mi gabardina, la funda de la cámara y una pequeña bolsa llena de souvenirs. Al poco tiempo, una sombra se interpuso entre el edificio y yo, y antes de poder manifestarle mi enfado a la persona que me estaba estropeando el plano, alguien me extendió la mano para darme un carrete que sin darme cuenta había salido rodando cuando monté todo el tenderete.
—Y esa sombra era la abuela, ¿verdad? —dedujo.
—Exactamente. Nunca me alegré tanto de no haber perdido los papeles —dijo mientras movía la cabeza de un lado a otro—. Me quedé embelesado con sus rasgos finos, su piel clara y ojos verdes, tu abuela era una belleza, ¿sabes?
Magda se ruborizó y alargó la mano cariñosamente hasta su marido.
—Pero lo que más me sorprendió fue que se dirigiera a mí en español.
—Anda... Lo que pasó fue que el carrete era de una marca española. Se salió de una cajita pequeña donde ponía Fotoprix, sus mejores fotos de calidad—rio la abuela—. No había que ser Sherlock Holmes.
—Claro, así te diste cuenta —añadió Lucía. ¿Pero qué es un carrete?
—Ah, claro. Tú eres de otra época. Antes de existir las cámaras digitales de ahora, o los teléfonos móviles, teníamos cámaras analógicas. En esas cámaras tenías que poner dentro una película que captaba las imágenes. Esa película es el carrete, que luego se tenía que revelar, es decir, hacer la imagen visible, en un laboratorio o cuarto oscuro para poder verla —explicó la abuela.
—Pero es un proceso que tiene que ver con la exposición de la luz —foto significa luz— y con el uso de ciertos productos químicos. Los rusos son muy buenos en estas cosas, ¿sabes? —Añadió el abuelo—. Aquí tienes. Se te ha caído, me dijo tu abuela. Y a partir de ahí comenzamos una conversación y me explicó que hablaba español porque su padre era un niño inmigrante que llegó después de la Guerra Civil . Tu bisabuelo, como muchos otros, ya nunca quiso volver.
—Qué pena —dijo Lucía.
Ambos asintieron.
—Luego le invité a verme bailar en el teatro y a tomar algo después con mis compañeros —prosiguió la abuela—. ¡Y el resto es historia!
—¡Hala! ¡No me digas! Me impresiona que con todas las personas que hay en el mundo tuvieras que ir a Rusia para conocer al amor de tu vida —dijo Lucía sorprendida y satisfecha al mismo tiempo—. Me encanta. Ojalá me pase lo mismo algún día.
—Seguro que sí. Algún día, si tú quieres, encontrarás a la persona que te haga feliz, él o ella —dijo Magda—. Lo importante no es de dónde sea ni dónde la conozcas. Lo verdaderamente importante es el trabajo de conocerse, adaptarse y respetarse.
—Bueno, ¡ya sabes cómo nos conocimos! Terminad de cenar que ya recojo yo.
A Miguel le gustaba encargarse de recoger la mesa y ordenar todo después de cenar. Era su manera de acabar el día, su momento para estar consigo mismo, para parar y reflexionar, y el relato de esa noche le invitaba a hacerlo.
—Ya he terminado, estoy llena —Lucía se tocaba la panza—. Hasta mañana, ¿pero seguro que no quieres que te eche una mano?
—No, id tranquilas.
Los tres se despidieron con un beso.
—Hasta mañana, pichona. —Así la llamaba su abuela cariñosamente.
—Que descanséis —se despidió su abuelo.
Pero antes de ir a su habitación Lucía no se pudo resistir y decidió subir a la buhardilla, así podría releer alguna de las cartas. De toda la historia de amor de sus abuelos lo que más le impresionó fue el papel protagonista de la fotografía: si su abuelo no se hubiera parado para fotografiar aquel portal, que seguramente solo era especial para sus ojos, quizás nunca habría conocido a su abuela, su padre no habría nacido, y ella no existiría. Además, no podía pasar por alto el hecho de que su propio padre trabajó como fotógrafo, se dedicó a ello, y eso, para ella, tenía mucho valor. Sentía admiración y respeto por la profesión de su padre y, a buen seguro, la añoranza de su recuerdo hacía que ese arte resultara fascinante para ella. Le entraron unas ganas irreprimibles de buscar la cámara.
«A ver, a ver, seguro que está por aquí», pensó.
Aunque era la hora de dormir, Lucía se encontraba más despierta que nunca. El ansia por encontrar la cámara de fotos —o las cámaras— pues seguro que habría más de una, pudo más que la necesidad de ir a la cama. Comenzó a mirar a su alrededor, pero solo conseguía ver masas de objetos, recuerdos de viajes pasados y muebles viejos. Sin cejar en su empeño, empezó a buscar entre todo lo que estaba a su alcance. Abría y cerraba cajones, revolvía entre cajas olvidadas, miraba detrás de puertas, encima y debajo de muebles. Puso todo patas arriba. Tras un rato tuvo una idea forjada gracias a horas y horas de lecturas de género policíaco: «la equis siempre marca el lugar». Eso era, debía reparar en lo evidente, por lo tanto, si buscaba una cámara, probablemente esta se encontraría en el lugar más obvio: en su caja original, sobre un escritorio, o al lado de álbumes de fotos. Fue precisamente esta táctica la que le llevó a buscar en otra parte, y así, en un gran arcón donde sabía que sus abuelos guardaban reliquias viejas, y objetos de gran valor, rebuscó hasta encontrar una cámara Olimpus de diseño antiguo que, pensó, sería a la que su abuelo se refirió en su relato. La cámara se encontraba en un envoltorio de tela junto con un flash, una funda, un cordón para transportarla y un montón de cosas más. Contenta, cogió la cámara y, de lo más contenta, se la llevó a su habitación.
La colocó encima de su escritorio y se fue a la cama. La observaba desde la cama, con la luz encendida, hasta que le venció el sueño. Esa noche no tubo pesadillas, y soñó que era bebé, y que su padre hizo innumerables fotos de ella y de su madre, juntas, luego tomó fotos de los tres. Al abrir los ojos no pudo aguantar el llanto. Esta vez lloró de felicidad.
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