Viaje a Bahamas
Oh, qué placer. El solo hecho de pensar en mis vacaciones hace que me estremezca. Los ojos se me quedan en blanco, las manos me sudan y mi corazón se debate entre latir a máxima velocidad o entrar en modo hibernación.
Ya quedan pocas horas, aunque parezcan eternas, para recoger el tenderete, despedirme de mis compañeros más cercanos, los pocos que considero amigos, y partir rumbo a las Bahamas. Esta vez no nos ha costado nada elegir el destino. Como hacía varios años que por hache o por be no habíamos podido viajar a ningún lado, teníamos dinero de sobra para tirar la casa por la ventana, así que decidimos elegir un destino diferente a los acostumbrados, ostentoso y de reclamo cultural dudoso. Nos apetecía relajación absoluta, comida y bebida a discreción y playa, mucha playa. «Somos un poco horteras», nos decíamos Esteban y yo cuando dimos por zanjada la elección del destino. «Qué más da. Para una vez que nos apetece algo así...»
Sin tiempo ni para rascarme una oreja, llegué a casa, fui al baño, di un beso a Esteban porque si, lo primero es lo primero y comimos los restos de la nevera perecederos con la duda de si ese jamón york sin fosfatos estaría bien conservado, todo ello mientras ya lo estaba masticando. Mientras me lavaba los dientes hacía un repaso mental de los últimos viajes que habíamos hecho y ni mente se quiso detener en Cádiz, a donde fuimos hace unos cuantos años. La verdad es que el recuerdo de ese viaje siempre me llena de alegría: atardecer en Conil, paseo por Vejer, baños en Zahara de los Atunes, las ganas de continuar de fiesta, sin hijos, he de decir, en El Palmar... Aunque me di cuenta de que comencé a cepillarme con tanta fuerza que empezó a salirme sangre de las encías. ¿Por qué diandres querría mi subconsciente sacarme un diente con ese brío? Ahí recordé, sin embargo, el lado oscuro y no tan jovial ni idílico de las vacaciones soñadas.
Una mañana, siguiendo los consejos de todos nuestros conocidos que ya habían estado por la zona, decidimos pasar la mañana en la famosa playa de Bolonia. Quedamos impresionados con la magnitud del lugar, con su belleza, con el azul de sus aguas y con todo lo demás. Como todos los pueblos que visitamos, cumplió totalmente con nuestras expectativas. «¡Cómo he tardado tanto en venir aquí?». Mi subconsciente se sentía gaditano, hasta me entraron ganas de decir aquello de si me queréis, irse. Vamos, que ni Lola Flores se podía sentir más de Cádiz que yo. Y allí que plantamos el campamento Estaban, nuestra hija mayor, con ganas infinitas de mar, nuestro bebé lactante, bien protegido bajo capas de pantalla solar y fibras protectoras, y yo. Después de almorzar y de jugar un rato a las palas, mi querida pareja, que en otra vida debió ser fundador de los Boys Scouts, no podía resistir más sus ganas de subir a la famosa duna de Bolonia, una de las más altas de Europa. Y allí que se fue. Mientras se marchaba, yo miraba su recién estrenado cuerpo, esculpido a base de gimnasio y dieta antigluten, mientras divisaba mi entorno. La playa estaba a rebosar. El ambiente era joven y familiar, políglota, alegre, internacional... Miré al cielo sentada como estaba en una silla de playa con mi bebé en brazos, y daba gracias por estar ahí, en ese maravilloso lugar. «¡Qué bien! ¡Qué gusto!¡Qué serenidad!», me decía. Esteban ya llevaba un buen rato ausente cuando el pequeño de la casa decidió que ya era hora de volver a mamar. En ese momento corría una brisa superagradable que atenuaba el efecto del calor excesivo. Después de un rato, el viento comenzó a soplar con algo más de fuerza y a ser molesto. Algunas personas decidieron irse y yo pensaba que el explorador de la casa debía estar pasando un mal rato allá arriba, aunque 'palos con gusto no duelen', pensaba yo. Al cabo de un rato no podía más que acordarme de Almudena Grandes y de su santa madre. ¿Cuándo leí yo 'Los Aires Difíciles'? Y me di cuenta de que estaba entrando el viento de levante, el famoso levante gaditano, mucho menos agresivo en mi zona. En ese momento miraba al cielo como esperando que alguna deidad escuchara mis plegarias: «¡por favor, que pare el viento!" Mi hija lloraba porque el viento le azuzaba con fuerza, chocando contra su cuerpo y clavándose en su piel con la fuerza de un misil. El pequeño, mamaba impasible, a mi cobijo, ajeno a todo cuanto ocurría a su alrededor. Podía tratarse del fin del mundo, él acabaría sus días feliz de ese modo. Yo ya extendía mis maldiciones a mi compañero de vida, que debía estar tomando fotos tranquilamente en la dichosa dunita «¿pero va a bajar de una puta vez?» Esgrimía yo con impaciencia mientras miraba a mi alrededor. Ya sólo quedaban una pareja de chicas que habían llegado algo después que nosotros y que habían intercambiado carantoñas con mis hijos a lo largo de la mañana. Pero la cosa se puso peor. El viento se enfureció aún más, mi hija lloraba ya con desconsuelo, yo con el pequeño mamón al pecho y la sombrilla que se habría paso a su antojo ayudada por la acción del viento. Cada segundo se desencajaba más, y más, y más, hasta que finalmente emprendió vuelo hasta que conseguí agarrarla por la punta, sentada como estaba, con la niña llorando, el bebé comiendo y mis compañeras de parcela ahora mirándome a mí pero sin capacidad de reacción: «¿Me podéis ayudar, por favor?», les dije. Ya con la sombrilla en tierra me pude levantar, envolví a mis hijos como momias con las toallas y solté toda mi ira hacia Esteban, cuya silueta se vislumbraba en medio de la arena flotante. «¿No has podido bajar antes?» Sus disculpas hicieron efecto, pero sólo unos minutos después, en el coche, con los niños tranquilos y mis nervios más templados.
Una mañana, siguiendo los consejos de todos nuestros conocidos que ya habían estado por la zona, decidimos pasar la mañana en la famosa playa de Bolonia. Quedamos impresionados con la magnitud del lugar, con su belleza, con el azul de sus aguas y con todo lo demás. Como todos los pueblos que visitamos, cumplió totalmente con nuestras expectativas. «¡Cómo he tardado tanto en venir aquí?». Mi subconsciente se sentía gaditano, hasta me entraron ganas de decir aquello de si me queréis, irse. Vamos, que ni Lola Flores se podía sentir más de Cádiz que yo. Y allí que plantamos el campamento Estaban, nuestra hija mayor, con ganas infinitas de mar, nuestro bebé lactante, bien protegido bajo capas de pantalla solar y fibras protectoras, y yo. Después de almorzar y de jugar un rato a las palas, mi querida pareja, que en otra vida debió ser fundador de los Boys Scouts, no podía resistir más sus ganas de subir a la famosa duna de Bolonia, una de las más altas de Europa. Y allí que se fue. Mientras se marchaba, yo miraba su recién estrenado cuerpo, esculpido a base de gimnasio y dieta antigluten, mientras divisaba mi entorno. La playa estaba a rebosar. El ambiente era joven y familiar, políglota, alegre, internacional... Miré al cielo sentada como estaba en una silla de playa con mi bebé en brazos, y daba gracias por estar ahí, en ese maravilloso lugar. «¡Qué bien! ¡Qué gusto!¡Qué serenidad!», me decía. Esteban ya llevaba un buen rato ausente cuando el pequeño de la casa decidió que ya era hora de volver a mamar. En ese momento corría una brisa superagradable que atenuaba el efecto del calor excesivo. Después de un rato, el viento comenzó a soplar con algo más de fuerza y a ser molesto. Algunas personas decidieron irse y yo pensaba que el explorador de la casa debía estar pasando un mal rato allá arriba, aunque 'palos con gusto no duelen', pensaba yo. Al cabo de un rato no podía más que acordarme de Almudena Grandes y de su santa madre. ¿Cuándo leí yo 'Los Aires Difíciles'? Y me di cuenta de que estaba entrando el viento de levante, el famoso levante gaditano, mucho menos agresivo en mi zona. En ese momento miraba al cielo como esperando que alguna deidad escuchara mis plegarias: «¡por favor, que pare el viento!" Mi hija lloraba porque el viento le azuzaba con fuerza, chocando contra su cuerpo y clavándose en su piel con la fuerza de un misil. El pequeño, mamaba impasible, a mi cobijo, ajeno a todo cuanto ocurría a su alrededor. Podía tratarse del fin del mundo, él acabaría sus días feliz de ese modo. Yo ya extendía mis maldiciones a mi compañero de vida, que debía estar tomando fotos tranquilamente en la dichosa dunita «¿pero va a bajar de una puta vez?» Esgrimía yo con impaciencia mientras miraba a mi alrededor. Ya sólo quedaban una pareja de chicas que habían llegado algo después que nosotros y que habían intercambiado carantoñas con mis hijos a lo largo de la mañana. Pero la cosa se puso peor. El viento se enfureció aún más, mi hija lloraba ya con desconsuelo, yo con el pequeño mamón al pecho y la sombrilla que se habría paso a su antojo ayudada por la acción del viento. Cada segundo se desencajaba más, y más, y más, hasta que finalmente emprendió vuelo hasta que conseguí agarrarla por la punta, sentada como estaba, con la niña llorando, el bebé comiendo y mis compañeras de parcela ahora mirándome a mí pero sin capacidad de reacción: «¿Me podéis ayudar, por favor?», les dije. Ya con la sombrilla en tierra me pude levantar, envolví a mis hijos como momias con las toallas y solté toda mi ira hacia Esteban, cuya silueta se vislumbraba en medio de la arena flotante. «¿No has podido bajar antes?» Sus disculpas hicieron efecto, pero sólo unos minutos después, en el coche, con los niños tranquilos y mis nervios más templados.
Saqué el cepillo de mi boca y escupí todo sangre. Sonreí y me vino a la cabeza la canción de Hombres G que en algún momento, tras un relato de infortunios, decía: «¿qué coño hago yo aquí en las Bahamas?», aunque pensé que se me podía joder el coche, dejarme mi novio, marearme cuando subía a la noria y mil cosas más, porque yo, nosotros, viajaríamos ese día.
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