Maji, la última de una estirpe
Después de toda una vida viajando, Maji no podía más, estaba exhausta. Era
la última de una estirpe, la heredera de una cultura milenaria que había sido víctima
de guerras, de barbaries de toda índole y, en general, de las acciones más
viles jamás perpetradas por la mano del hombre. Su último hogar, en el Parque
Nacional de Meru, en Kenia, se encontraba en la raíz de una acacia.
Anteriormente había vivido en ríos, riachuelos y cataratas. Se había trasladado
a lomos de elefantes, jirafas y rinocerontes, y se había divertido como un niño
saltando de nube en nube, lanzándose al mar con todos sus amigos o formando
parte en torrentes, lodazales y acequias en los lugares más remotos que se
puedan imaginar. Porque viajar lo había hecho, y mucho, y ahora se encontraba
atrapada en esa raíz que le daba cobijo pero que a la vez representaba el
premonitorio final del que hablaban los ancianos, el fin de un ciclo.
–Algún día se acabará el agua y nuestra estirpe se
extinguirá –decían.
Y ahí estaba ella, agazapada, ahorrando energías en medio de un secarral,
donde luego perecería, diminuta y seca, la última gota de agua, la última esperanza
de vida.
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