Cuentos de mi abuela


«Dios le da pan a quien no tiene dientes», decía mi abuela paterna. ¡Ay, mi abuela! Si tuviera que enumerar las veces en mi vida que escuché estas palabras no podría, ya que las usaba recurrentemente, por ejemplo, cuando escuchaba atentamente los relatos de sus nietos.
Mi abuela Antonia nació en 1922 en el seno de una familia acomodada de Sucina, un pueblo cercano a Murcia capital, por lo que tenía catorce años cuando la Guerra Civil estalló. Hija de una maestra y un buscavidas, relataba con orgullo que su abuelo era médico y sus tíos, militar uno y cura otro, una familia de bien. Su androfobia no confesa provenía del abandono de su padre, Ángel (Ángel el caballista, como fuera apodado cariñosamente por mi padre, su nieto, con posterioridad) quien, un buen día, se marchó con el dinero y los caballos  propiedad de su suegro. Nunca más se supo de él. Este hecho marcó no sólo la infancia de mi abuela y la de su hermana (llamada díscola por sus contemporáneos por no haberse casado nunca y por haber vivido en pecado con dos hombres), sino toda su vida. A mi abuela le trastornaba el tema, que se transformó en un tema impronunciable para todos no exento de fantasía, así que todos, de un modo u otro, contribuimos a alimentar la leyenda del caballista. Hay quien dice que, un día, alguien llamó a la puerta de mi abuela, supuestamente un descendiente de su padre que, suponemos, acabó afincándose en Barcelona.
Aunque mi abuela se crio en Murcia, no nació allí, sino en Perpignan, al sur de Francia y por motivos desconocidos. Allí fue bautizada con el nombre de Irma, Irma la Dulce, como ella decía, sin ningún documento legal que lo acreditase. De vuelta en España, su abuelo, el patriarca y médico de la familia, dijo que ese no era un nombre digno para su nieta, así que la renombraron Antonia, Antoñita para sus amigas y congéneres, aunque mi abuelo siempre la llamaría Irma, quizás por llevarle la contraria al cura y al médico.
En Murcia no se vivieron los estragos de la guerra como en otras provincias, aunque por supuesto hubo carencias, incluso para familias acomodadas. Su infancia transcurrió feliz a pesar del peso del abandono paterno. Su madre se volvió a casar y tuvo un nuevo hijo llamado Juan, su hermanastro,  tan sólo tres años mayor que la hermana mayor de mi padre. Ya entrada en la adolescencia se metió de aprendiz de costurera en Murcia capital, más que para dedicarse al oficio, para aprender a hacerse sus propios arreglos. Fueron estos los tiempos de sus primeros pretendientes, uno de los cuales debió ser muy importante para ella ya que, si me pongo a visualizarlo, puedo reconocerlo perfectamente en mi mente debido al retrato robot que formé sobre él de acuerdo a los relatos de mi abuela: alto, rubio, apuesto y con ojos azules. Vicente, creo recordar.
Mi abuela siempre relataba los entresijos del taller, cuyo dueño, más maricón que un palomo cojo, como decía siempre ella, era el padre de una de las aprendizas, solía llevarse a la trastienda del local a sus amantes. Era tal la que organizaban, que la hija se ruborizaba cuando los amigos de su padre se marchaban, lo que se convertía en la comidilla de todas. Y fue en estos tiempos, en plena posguerra cuando,  a la edad de dieciocho años, conoció a mi abuelo Eduardo, llamado el Zoca por sus amigos por lo bien que pegaba al balón con la pierna izquierda.
Eduardo empezó a rondar a su Irma en el taller, cuando él contaba con veintiocho años, diez más que mi abuela. Llegó allí de la mano de un amigo suyo, que pretendía a otra de las aprendizas del lugar. Siempre contaba mi abuela que ya tenía el pelo blanco con esa edad.
 –Sales con un viejo – le decían sus amigas.
Mi abuelo tenía palique, así la conquistó, y así fue como se hicieron novios. Sus salidas consistían en ir a pelar la pava al Malecón y en magrearse de vez en cuando con discreción, y aunque mi abuelo parecía tener las manos muy largas, mi abuela no ponía mucho empeño en frenar a su novio.
Eduardo era el  pequeño de una familia humilde de siete hermanos. Su madre era una beata que iba todos los días a varias misas, lloviera o tronara. Con veintiocho años, cuando conoció a mi abuela, estaba ya harto de vivir. Había vivido la guerra desde el bando rojo mientras era comisario de la policía republicana, se había ido de putas más cien veces y había tenido más de una novia. Al perder la guerra, creyó conveniente hacer entrega de su arma reglamentaria en señal de rendición, para lo que viajó a Valencia con un compañero. Tras este acto de honor fue detenido y posteriormente condenado a muerte, con la fortuna de no ser nunca fusilado, gracias a lo cual pudo fundar una familia. Siempre contaba cómo se vivía en la cárcel con el peso de la condena, cómo algunos se suicidaban para no ser eliminados por el régimen, y cómo sobrevivían a base de comer cáscaras de habas y naranjas. Al salir de la cárcel, se reconvirtió en maestro platero. Un hermano suyo le enseñó el arte de la orfebrería, que posteriormente mi padre aprendió, profesión de la que se jubilaría a pesar de haber gozado del privilegio de poseer una placa vitalicia de comisario honorífico y que mi padre guarda con orgullo.
Y el resto es historia: tuvieron cinco hijos, aunque enterraron uno a los seis meses de vida, típico de la guerra, y doce nietos. Mi abuela nunca trabajó pero mi abuelo lo hizo hasta la extenuación y ambos vivieron felices y murieron apaciblemente  y a longeva edad, y cuando les recuerdo y miro atrás no puedo más que pensar en la enseñanza de mi abuela, en su cuánta puta y yo tan viejo, su carpe diem particular.


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