Amor camino de las Indias
-¿Has oído? Es Rodrigo diciendo: “tierra a la vista, tierra a la vista” -espetó Diego a su amante. El anuncio del avistamiento hizo que sus cuerpos se separaran de un brinco al tiempo que la tristeza se dibujó en sus rostros. ¿Qué pasaría ahora? ¿Dónde tendrían lugar sus escarceos ahora que volverían a pisar tierra firme?
Una vez recompusieron sus ropajes no tuvieron más remedio que volver a cubierta, con disimulo, para no ser vistos por otros miembros de la tripulación. Se dieron una última y mugrienta caricia y disfrutaron, una vez más, el aliento putrefacto de sus besos. Conforme se acercaban a sus compañeros, se dieron cuenta de que la alegría se había apoderado de la embarcación. Los demás marineros saltaban exultantes a la espera de que el comandante diera orden de abrir el mejor caldo reservado para la ocasión. Serían aclamados a la vuelta, cuando fuera que se produjera, serían ricos y reconocidos, pero Diego y Roque, dos de los marineros de la expedición sólo podían pensar en sus encuentros . ¡Qué más le daba a ellos las Coronas de Castilla y Aragón! ¿Acaso los monarcas, Isabel y Fernando, habrían arriesgado sus vidas en pos de su venidero imperio? ¿Y qué importaba ya lo que dejaron atrás, sus mujeres, Mencía y Francisca, y sus hijos Juan y Lope, Miguel y Teobalda? Seguro que ya se habrían olvidado de ellos. Habían llegado a las Indias. ¿Y qué? Ellos no querían luchar, no querían fama, ni reconocimiento. No querían saber qué se iban a encontrar. Sólo querían amarse, fornicar y compartir su destino hasta que el final de sus días, al menos si la mala fortuna o la enfermedad no lo impedían.
Tras meses de expediciones, de enfrentamientos con nativos, de violentas luchas, de violaciones a mozas autóctonas y de exterminio, llegó el momento de partir. Los comandantes decidieron que algunos marineros debían quedarse en el nuevo territorio. Fueron muchos los que decidieron quedarse, bien porque se sentían desarraigados, bien porque no tenían nadie que les esperara, o por muchos otros motivos, entre ellos Diego Francisco y Lope Lucena, para quienes el verdadero descubrimiento no fueron las Indias, sino el amor congénere.
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